L E U C E M I A

L E U C E M I A

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A todas las formas de protesta, incluso a las chiquitas.

 

 

La revolución se presenta de muchas formas: tomando la Bastilla, estorbando el paso de un tanque de guerra en una plaza pública de la China; o usando una chaqueta de piel y llamándose James Dean.

Eduardo es mi mejor amigo de la preparatoria. Él es gordo. Pero no es uno de esos gordos deprimentes que nadie escoge en las cascaritas, ni tampoco es de esos que sudan frío cuando una chica guapa pasa a menos de dos metros de sus pies. Más bien, es un espécimen raro de obeso: un espécimen que va a fiestas. Un panzón prolífico de las matemáticas y que además, tiene una novia encantadora. Porque Eduardo hacía todo bien, incluso querer.

Él y yo sobrevivimos al caos nuclear de la prepa gracias a un gimnasio inconcluso, olvidado por los presupuestos escolares desde hace mucho tiempo. Para nosotros, ese gimnasio era el equivalente a las fortalezas que uno construye con sabanas cuando la infancia nos escurre como mocos. Guarida de mini-machos… Escondite de pensadores.

Al principio, íbamos allí para tratar de descifrar el día a día a través de la descripción. Después, como centro de discusión de las pasiones compartidas. A veces sólo estábamos en silencio; pero siempre había tabaco (clandestino, obvio). Y seguimos fumándolo, a pesar de la ansiedad de los últimos meses. Una inquietud que atracaba todo, hasta los ladrillos en los que nos sentábamos. Porque el último año de preparatoria es una cosa muy… cabrona. A mí -la verdad- sólo me interesaba aprobar como se pudiera las materias y entrar a la universidad: sin importar cuál. Pero Eduardo tenía preocupaciones más copérnicas. Ahora sólo usaba nuestro escondite para desahogar sus dudas de pre-adulto. Le había tomado una fobia brutal al olvido. Decía que los maestros nos sustituirían por promedios más altos; que las bancas serían calentadas por traseros diferentes a los nuestros y que el gimnasio pasaría a ser víctima del tiempo.

Fue ahí cuando Eduardo se convirtió en fantasma. Sus faltas a clase se hicieron más frecuentes; en las pláticas lo veía pero no estaba ahí. Ya no fumaba ni caminaba… Flotaba. Y ni siquiera le importo cuando Rebeca le pidió un tiempo para empezar a besuquearse con una chica. Estoy seguro que un Eduardo en condiciones le hubiese cantado una canción de Agustín Lara para que no se fuese nunca. Pero yo sólo podía pensar que el amor es raro, que son etapas.

En el último día de escuela, era tradición condecorar a los promedios más altos de la generación y por supuesto que Eduardo estaba en la selecta lista. Yo dudaba que él se apareciera por el auditorio, y no sólo por su intermitente presencia de las semanas recientes; sino porque sé cuánto le aburren los protocolos y sé también, lo mucho que odia a esos políticos apretados y sus sonrisas falsas, entregando diplomas porque no les queda de otra. Pero bueno, yo soy su mejor amigo y tenía que estar preparado por si las moscas, con cámara en mano.

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Y en efecto, la ceremonia era infumable y de Eduardo, ni sus luces. Los peores discursos de la historia y adolescentes en tacones que más bien parecían Bambi recién nacido. Estuve a punto de desistir, pero llegaba el turno alfabético de mi amigo. Lo nombraron y se vino un silencio incomodo… Prolongado. A punto estuvo de pasar en representación y sentir un poco la gloria, pero se apagaron las luces. Y del murmullo a causa de la sorpresa, empezó a sonar una canción de Molotov. Cuando las pupilas del respetable empezaban a disparar a todas partes, Eduardo ya estaba en el escenario, en trusa como de bebé y con un CHINGA TU COLA escrito en rojo a lo largo y ancho del pecho. Yo sólo veía sus lonjas brincar de arriba para abajo; y a sus pies moverse, como bailando. Los diplomas y las corbatas del presidio no gozaron de piedad y segundos después ya estaban hechas trizas por el suelo.

El gordo se despidió levantando el dedo de en medio y gritando el coro de la canción, con nosotros vueltos locos y ovacionándolo como goleador saliendo de cambio. Todo fue tan rápido que a nadie le dio tiempo de reaccionar. Así como apareció, se esfumó. Como un guiño.

Como era de esperarse, la ceremonia se canceló; pero la excitación, ni cerca de eso. Internet se encargó de inmortalizarlo y nosotros de convertirlo en leyenda. Paso de chiste local a noticia nacional: las programas le habían apodado ‘’Pancho Desmadroso’’, por su panza y su descaro… Sin diminutivo.

Todos creíamos que Eduardo aparecería en cualquier momento para reclamar su fama; pero no. Nadie lo vio en la foto de generación y su presencia en la fiesta de graduación, más que realidad, parecía mito. A mí nunca me contestó llamadas ni mensajes y su casa parecía deshabitada.

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A mitad del verano fui a recoger mi certificado y por ahí me encontré a la mamá de Eduardo, con la misma mirada que él había tenido en las últimas semanas de clase. Mi preocupación estaba más allá que la fama de mi amigo y no pude resistir preguntarle por él. Eduardo había muerto a causa de leucemia, un par de días después del suceso en el auditorio; pero habían decidido no informar a nadie en la escuela para no deprimir los festejos de fin de curso.

Honestamente, creo que es mentira. Eduardo era demasiado gordo para morir de algo así. Más bien creo que quiso retirarse en la cima y se escabullo de su propia vida, cual Elvis. Como sea, ya no lo he vuelto a ver… Pero me acabo de enterar que ya van a terminar de construir el gimnasio. Seguramente, fumar va a estar prohibido.

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Joe

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