L A Q U I N I E L A

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A Rosita, por todos esos jueves.

 

 

Rosa Martínez trabaja de lunes a sábado, levantándose a las cinco de la mañana para salir a las seis, llegar a las siete. Y así, durante los últimos cuarenta años de su vida, empezando a los cortos diez. Hace el aseo de seis casas distintas. Sus brazos son fuertes por todas esas trapeadas y sus piernas resistentes por las escaleras.

Gana mil ochocientos pesos semanales que se esfuman en los ocho miembros de su familia: Su acorazado esposo, sus tres hijos veinteañeros y los respectivos nietos, precoces, como marca la tradición. Seis metros por nueve de olores mezclados, frijoles y arroz… Seis metros donde el agua caliente parece un cuento de hadas.

Curiosamente, Rosita es más feliz en las casas donde trabaja que en la propia. En su trabajo siemprehuele bien, siempre come a sus horas y los patrones al menos aparentan que le tienen cierta consideración.

Ya no se acuerda de lo que es un orgasmo ni el olor de flores en su cumpleaños. Su marido se cree taxista y por el olor a alcohol en el ambiente, parece que a sus hijos se les olvida que ya tienen hijos. Pero Lupita, Mane, Fina y Esther siempre la reciben con besitos en la cara, a pesar de que nunca les ha podido llevar dulces o juguetes.

La única pasión de Rosita es la quiniela del futbol mexicano que organiza el tendero de la tienda de la esquina. Cuesta treinta pesos y el asunto es intentar adivinar el mayor número de resultados posible; el ganador se lleva la bolsa acumulada. Rosa no sabe nada de futbol: No sabe quién es Messi y no entiende el fuera de lugar. De hecho, ni siquiera recuerda al campeón de la temporada pasada. Ella sólo tacha el recuadro del nombre del equipo que le parezca más poderoso, y tal vez por eso nunca ha ganado en veinte años que lleva jugando. Pero la fe es lo último que se debe perder.

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Está emocionada, porque los hijos de los patrones de los jueves van a estar en casa esa mañana. Y es que son como una extensión secreta de sus propios nietos, porque ha visto su adolescencia. A pesar de los años, nunca se ha atrevido a pedirle ayuda a Augusto para llenar su quiniela: Es un enamorado de la pelota y sabe que es su gran oportunidad para ganar. Incluso está dispuesta a ceder una parte del premio.

Mientras compartían la rosca, Augusto daba argumentos de por qué un equipo iba a ganar en tal plaza o de la marca de imbatibilidad de Marchesín, cosas que evidentemente Rosa no entendía pero que sonreía, agradeciendo el favor.

El viernes antes de encaminarse al trabajo, guardo su quiniela en un sobre nuevo, como si fuese una carta  de amor; y se lo llevo al tendero con la misma devoción con la que las Marías solicitan sus milagros. Y ya no concibió tranquilidad, porque a partir de ese momento sólo esperaba el programa deportivo del domingo para saber sus resultados.

Rompiendo las prensas, su papeleta acertó ocho de nueve resultados. Un grito de victoria se ahogó en su garganta porque sabía que a nadie en casa le importaría. Pero no necesitó despertador para amanecer al lunes siguiente. Más rápido de lo que ella misma hubiese creído, llegó a la esquina a reclamar el botín, donde el señor Cesar, consciente de los resultados, le tenía preparada una sonrisa y sus tres mil quinientos pesos.

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Rosa no fue a trabajar ese día y en lugar de eso, fue al centro de la ciudad a comprar zapatos y juguetes para los nietos; una loción menos rancia para el marido y ropa para sus hijos. También compró bisteces y varios kilos de verduras. Se reconcilió con los taxis: Le envió un sobre a Augusto con doscientos pesos  y regresó a medio día a la casa, para preparar la mejor comida que la familia pudiese recordar. Acomodó los regalos cual navidad y puso la mesa.

Se volvió a bañar y salió, con ese trajecito de gala que no usaba desde un lejano día de las madres. Se cumplió el capricho de un coqueto ramito de flores y ese chocolate que no se había podido comprar desde que la descubrieron diabética. Subió el puente peatonal y justo en la ausencia de barandal de protección, se lanzó directo a los carros, con la brisa en plena cara y el chocolate embarrado en las mejillas.

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Joe

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