Ignominiam

Ignominiam

1 Estoy acostado en la cama con la mirada perdida en el techo carcomido por la humedad y el paso de los años. De cuando en cuando se me viene un recuerdo, cierro mis ojos, escucho mi respiración, es lenta, de pronto el miedo me paraliza y brotan lágrimas que recorren mi cara hasta extinguirse en la almohada. Elegí la profesión equivocada, pero es demasiado tarde para empezar alguna otra. La ira me invade y cierro las manos hasta sentir como se corta el flujo sanguíneo, se convierten en una masa de dedos formando un puño, puños mezclados de rabia y sabanas arrugadas. El trismus de mi mandíbula resuena en la habitación. Esta habitación resplandeciente como un sol que nunca me permite el sueño, llena de recuerdos, pero en realidad siempre vacía. Me levanto y divago unos segundos en la orilla de la cama. Siempre lo hago con la mirada perdida en el pulcro piso, aún no sé porque o quien lo mantiene de esta manera. Estiro mi mano para alcanzar la botella de vodka que se encuentra olvidada en el rincón más próximo a mi cama. En un parpadeo mi cuarto se oscurece, la luz del exterior se trasluce por la persiana de mi ventana indicándome que ya es mediodía. Levanto la botella, la aproximo hacia mis ojos y la muevo en círculos para asegurarme que aun hay veneno, así es, alcanza para dos tragos más. Pego la boquilla a mis labios y me la empino, la vacío de un solo trago y siento como el líquido va quemando mi garganta y perforando gota a gota mi esófago. Una vez que mi estómago lo recibe con los brazos abiertos comienzo a vomitar perdigones en el suelo y las paredes. Me repongo y vuelo a recostarme, ésta vez todo gira a mí alrededor, mi respiración se agita y me transformo en un feto avasallado. En mi desespero escucho gritos y puñetazos que provienen de fuera, hacen eco mil voces. Nauseabundo, comienzo a reírme a carcajadas y me digo en voz entrecortada “todo está bien, el mundo sigue ardiendo”. Cinco minutos después me quedo dormido.

Desperté en la madrugada, no recordaba lo que había sucedido, mi cuello rígido y la cabeza a punto de estallar, aliento fétido, un culo que ardía como lava activa, como si me hubieran violado o recetado mil puntapiés. Me levanté de la cama como pude, me sentía mareado. Dudé en regresar a la cama pero me envalentone y empecé a caminar a tumbos y tropezones hacia el baño. Entré y mi reflejo apareció en el espejo cuarteado y opaco, atestiguaba mi vejez, mi decadencia.

2 Me vi diez veces, diez Ricardo Reyes derrotados y avejentados. Mi cabello comenzaba a blanquear, mis parpados eran costales empedrados, la mirada cobarde se acentuaba con un barba medio alopécica. Me daba asco pero a la vez sentía autocompasión por el individuo frente a mí. Era un desconocido conocido. Me plante frente al inodoro y comencé a orinar. Orine con dificultad, me sacudí la verga salpicando la taza del inodoro y el suelo. Desenrolle un pedazo de papel, limpie la tapadera que había olvidado levantar y le baje al baño solo para darme cuenta de que otra vez se me había olvidado pagar el servicio del agua. Maldita sea. Salgo de ahí, camino por el pasillo hacia la cocina para prepararme un café, lo hago todas las mañanas antes de iniciar mi fatídica rutina. Presiono el interruptor de la luz. Nada. No hay luz, se me olvido pagar el servicio. Maldita sea. De nuevo a la cama.

3 Era un poeta. Un poeta desesperado por encontrar las palabras que había derramado con ahínco veinte años atrás. El arte se me había escapado y noche tras noche creía que podría recuperarla sumergido en las botellas. Las palabras me habían abandonado. Lo único que podía escribir eran sentimientos y pensamientos vagos. El amor, el sexo y el ingenio son las palabras más sobrevaloradas del lenguaje universal. A veces pienso que mi debilidad es el ser amable con la demás gente, esto siempre me trae problemas ya sea conmigo mismo o con los demás, siempre trato de fingir que pongo atención para no lastimarlos. Empiezo por ser educado, no abro mucho la boca, asiento o niego con la cabeza, el único sonido que balbuceo es para pedir el próximo trago que me hace transitar por el laberinto de la desatención y descortesía. Después fijo la mirada en los labios, esos labios que siempre tienen algo que decir y que nunca dejan de moverse. Entro en un estado de estupor, como lobotomizado escucho y emito sonidos incoherentes. Siempre he tenido una fijación por la muerte. Deberían de enseñarnos en la escuela a aceptarlo, a asimilarlo, a no temerle, creo que también hemos sobrevalorado a la muerte hasta el punto de la negación. La muerte es el antes y el después. El antes, cuando conscientemente sabemos que algún día moriremos, el después llega en el recuerdo que dejamos en la gente que le importamos en vida. Por eso quiero morir lo más pronto posible. Otra vez mi autocompasión. Autocompasión, la peor desvirtud. Es autoflagelación, perdición de la conciencia, un terreno difícil de transitar y salir vivo. Como el miedo a escribir cuando estás borracho, derramando la tínta sobre el papel sin arrepentimiento a decir la verdad solo para descubrir por la mañana que estás muerto en vida y que la resaca es tu verdugo, está ahí para recordarte lo hipócrita que eres. Te traicionas a ti mismo.

4 Era un día lluvioso y gris. Me había levantado temprano. Tome un cambio de ropa y me dirigí a los baños públicos. Me duché y me puse el saco de terciopelo azul, que acentuaba el color de mis ojos, desgastado por el tiempo. En algo nos parecíamos. Salí de ahí ansioso por llegar a toda prisa a la librería central. Cuando llegué me sentía con ánimo de retomar la lectura pero cuál fue mi asombro, al entrar en el vestíbulo, éste se encontraba abarrotado por personas que parecían autómatas. Todos hablaban al mismo tiempo sin sentido alguno. Jamás había visto algo así. El ruido provenía de todas direcciones. Me acerqué con el primer guardia que me topé y le pregunte qué a que se debía tanto bullicio. Me comunicó que la mayoría de ellos eran turistas que estarían llegando de todas partes del mundo para presencia la exposición de no sé qué obra literaria. La verdad no preste mucha atención a lo último que mencionó. Decidí regresar al siguiente día. Salí de ahí apresurado entre gritos y empujones. No podía creer lo que sucedía. Me preguntaba porque se comportaban de esa forma. Una vez en el exterior, emprendí la marcha hacia la plaza de la constitución embebido en mis pensamientos. El aire se impregnaba cada vez mas de un aroma floráceo mezclado con podredumbre, la podredumbre enmascarada con lo más bello que es el arte.

5 Alguien toca la puerta. Tarde unos segundos en reponerme de la modorra. Cuando lo hice, me di cuenta de que pasaba medio dia. Vacile unos momentos. Los golpes se hacían más fuertes y molestos. Me aproximé al interruptor más cercano. Había olvidado que ya no tenía luz en el departamento. “Sin agua y sin luz”, me dije fastidiado. Caminé por el oscuro cuarto y abrí la puerta. Era Antonela. Regordeta poetisa con cara de melón. Entro apresurada.

– Somos almas perdidas en esta civilización, Ricardo – dijo nerviosa,- los pobres son esclavos de la esperanza, los ricos del poder, no existe lugar para seres como nosotros, no nos dejan espacio.

Antonela es maniaco-depresiva, es probable que ya no tenga un centavo para sus pastillas y entró en una fase maniaca, la que más me gusta de las dos. Es un aliciente para mi espíritu escucharla, me hace sentir que no soy el único trastornado por las trivialidades. Es inteligente, honesta y la mas puta de las putas. Ella si sabe cómo vivir la vida con placer.

– ¿Porque esta todo oscuro, Ricardo? Apresúrate o llegaremos tarde. – Ni siquiera me deja contestar a su pregunta cuando ya está dando órdenes. Me encanta, siempre hace lo mismo.
– Llegaremos tarde, será casi imposible que lo veamos con tanta gente. – No entendía a lo que se refería.

Camine unos pasos y de nuevo me tumbe en la cama.

– No, Ricardo. ¡Levántate o llegaremos tarde!

Sentía palmaditas en mis pies. Levante la vista con los párpados entreabiertos y entonces vi una silueta, era Celine. Flotaba en el umbral de la puerta. Como sol de medio día, mis ojos se escapaban de sus cuencas. No lo podía creer. Me levanté exasperado. Convulso. Caminé hacia afuera. Permanecía parado frente a la luz del pasillo ausente. El tiempo se detuvo. Todo era tan blanco y deslumbrante que sentí nauseas. No había nadie. Un fuerte golpe en el rostro me saco del coma. De nuevo a tierra.

– ¿Qué demonios te pasa, Ricardo? Me abres la puerta y un segundo después te quedas rígido como un viejo roble en medio del pasillo. Aquí la única loca soy yo! – afirmó con mirada desquiciada.

– Discúlpame, Antonela, creí haber visto algo – dije todavía desconcertado.

Dimos media vuelta y entramos. Un poco mas despabilado, me dirigí hacia la ventana e intente abrirla para oxigenar un poco mi cerebro. El seguro estaba tan oxidado que no me lo permitió. Escuche un sonido a mis espaldas. Era Antonela hurgando en los gabinetes podridos de la cocineta. La conciencia es nuestra destrucción, nuestra tortura, nuestra aniquilación. Nuestra sentencia como especie. El ratón loco sigue dando vueltas dentro de mi cabeza.

– ¡Maldita sea, Ricardo, no tienes agua!

– Tampoco luz – respondí con picarda. Su cara redonda apareció detrás del marco de la puerta y dijo con una sonrisa – Vístete. Salgamos de aquí.

Llegamos a Bonobos, un bar de medio pelo situado en los linderos del gueto sureño, servía como punto de encuentro para el movimiento surrealista. Largas charlas y disputas se discutían día a día. A mí me parecía anhedónico y una verdadera pérdida de tiempo. A veces imaginaba que provenían del infierno. Veían a través de ti con sus ojos incandescentes, tomaban lo que tenias, te quitaban la esencia de tu espíritu si les dabas la oportunidad y te arrastraban con ellos hasta las calderas del averno. Una vez que entraba en el bar, para mi eran invisibles. Yo solo me dedicaba a beber. La bebida me ayuda a olvidarme del sufrimiento de no poder escribir. La bebida es un escondite, una forma lenta de suicidarte cuando no tienes los cojones para hacerlo rápidamente. Bebo para tolerar a la gente que me rodea y una vez que estoy borracho se desvanecen.

Frecuentemente llegan a los golpes por las absurdas ideologías que profesan. Actúan como si tuvieran cojones. Todos actuamos así. Pero en verdad el beber no te hace cojonudo, pero tampoco todo lo demás. El escritor escribe para no hablar. La vida de un poeta se encuentra en el papel, lo demás es irrelevante. Por eso me siento con un pie en el infierno. La mayoría de esta gente es idiota, actúa como si no lo fuera, piensan que saben más que los demás idiotas y no saben que todos compartimos el mismo lugar. Es enfermizo, a veces pienso que estoy en un manicomio. De hecho todos lo estamos. Cuando no puedes estar más jodido te jodes más. Si alguien se siente superior a ti, sonríe, es tu reflejo. Una vez que te das cuenta de lo mala que es tu escritura, estás listo para las críticas, si nunca lo haces, vives dominado por tu ego. Estoy consciente de la realidad al ver todos los días lo peor de la humanidad, el enojo, la envidia, la infidelidad, la falta de compasión por el prójimo, es una losa de acero que nos aplasta sobre un mar de fango. Lo simple, es el secreto de la vida y el arte. Lo difícil es encontrar esa simplicidad. Somos animales que perdemos rápidamente el gusto por las cosas, somos autodestructivos por naturaleza. Nada ni nadie pueden estar por encima de nuestras ideas, somos recelosos y minimizamos las ideas de los demás. Sería una locura aceptar que nos odiamos a nosotros mismos.

Como decía, odiaba ese lugar pero la comida y la bebida era de lo más barato. La mayoría de las veces se les olvidaba cobrarme o tal vez lo hacían a propósito porque sabían que no tenía ni en que caerme muerto. Cada vez que cruzábamos la puerta Antonela me repetía una y otra vez que este sería el lugar exacto de mí renacer literario. Este ritual ocurre desde hace veinte años. No pierde las esperanzas en mi y eso me hace añicos. Nos sentamos en una de las esquinas de la barra y pedimos dos bebidas. Me empine el vaso, di un trago profundo y deje menos de la mitad. Antonela daba pequeños sorbos.

– ¿De qué querías hablarme en el departamento? – pregunté inquisitivo.- Escucha, hay algo de lo que tal vez no estás enterado – contesto desviando la mirada mientras respondía.- Soy todo oídos – intuía que esto se convertiría en una discusión sobre mi modus vivendi- Se está presentando una exposición póstuma e inédita de los manuscritos recuperados de Rodrigo Serna en la librería central – dijo en voz monótona y sin tapujos.

No contesté, el silencio nos incomodó. Pedí dos bebidas más. Esta vez solo para mí. El camarero me aproximó las bebidas. Tomé un trago y deje caer el vaso con tal fuerza que derrame el preciado líquido sobre mi mano y la madera despintada de la barra. Deje escapar una larga exhalación. Tome una servilleta y me limpie. El camarero se dio cuenta de lo ocurrido y acudió a mi auxilio. Le di las gracias y se retiró. Mi atención se perdió por un instante en el prisma que reflejaban las botellas y las copas que reposaban sobre las repisas de cristal. Era hermoso ver como cobraban vida.

– ¿Escuchaste lo que dije, Ricardo? No te hagas el insolente conmigo. – dijo alzando la voz
– Por eso el tumulto de anencefálicos– me respondí a mi mismo
– ¿De qué rayos hablas? Explícate.
– Que ayer por la mañana estuve en la librería central, era un caos completo. Ahora entiendo. ¡Tanto drama para ver las últimas idioteces que escribió ése imbécil! – respondí acentuando y poniendo énfasis en el adjetivo calificativo.- ¡Nunca tuvo una pizca de talento! – acentué mi expresión con un ademán.
– ¿No hablarás en serio, verdad Ricardo? – preguntó con incredulidad.
– Te lo digo con conocimiento de causa. Rodrigo hacia que la tinta y el papel se mezclaran con el excremento – dije con soberbia.
– ¿Pero qué te sucede el día de hoy, Ricardo? Rodrigo Serna fue uno de los pocos que contribuyo a la literatura de nuestro siglo.
– ¿Según quién? – pregunté con arrogancia.

– El consejo literario universal. Ni más ni menos – me respondió como el abogado del diablo. Me fui a la ofensiva.
– Esos malditos jamás verán el arte como algo subjetivo. Para ellos es tan objetivo como agregarle un valor numérico al artista. – de manera abrupta, el calor de la discusión se vio interrumpida. Una mano con fuerza desmedida me tomaba por la espalda. Levanté la mirada hacia el espejo que adornaba el fondo de las repisas de cristal. Vi el rostro de Celine hecho humo. El ruido acallo. Segundos después el bullicio se hizo de nuevo presente. Giré mi cuerpo y accidentalmente tire los vasos que reposaban en la barra partiéndose en mil pedazos.
– ¡Ea toro, eaaa! ¿Qué te pasa amigo? – Al levantar la mirada me di cuenta que era ni más ni menos Andrés Urrutia y Vega, dramaturgo, ex jugador de rugby y compañero del a facultad.
– ¡Demonios, Andrés! Me has metido un susto de los mil demonios.
– Parece que hubieras visto un fantasma – repuso
– Creerías que he perdido la cabeza si te dijera.
– La perdiste desde que naciste, toro. – respondió con risilla malévola.

6 En ese momento nuestras miradas se encontraron. Pude ver que sus orbitas se encontraban vacías, como un abismo que te invita a saltar hacia la nada. Del miedo me incline hacia atrás para alcanzar el cuerpo de Antonela pero su lugar se encontraba vacío. Sentí mi pecho ausente. Mi latido se desvaneció como si la sangre abandonara su cauce. El miedo dominaba la razón. Ese instante parecía el transcurso de la alborada hacia el ocaso. Parpadee y ahí estaban en su lugar. Ese par de ojos que cautivaron a tantas amantes, que hacían gala de su mirada regia, fugaz y distintiva. Ahora me miraba con expresión dócil. Le daba la bienvenida con una sonrisa de alivio – Ole, Toro! ¿Habéis escuchado lo que te he dicho? – pregunto con voz irritada.

– Perdóname Andrés, tengo tantas cosas en la cabeza últimamente que pierdo la concentración fácilmente – respondí justificando mi falta.
Soltó una carcajada estertórica. Tomó mis brazos, me levantó del banco. Me abrazo dando fuertes palmadas y apretujones sobre mi espalda. Nos retiramos un par de centímetros y beso mis mejillas como lo hacen los andaluces.
– Venga! Venga! Acompáñame a la mesa que quiero presentarte unas amistades que te encantaran – dijo con vehemencia.

– Será en otra ocasión, Andrés, ahora mismo estoy en medio de algo importante con mi amiga.
– ¿Cuál amiga, toro? – respondió atónito
– La mujer que estaba a lado mío cuando llegaste. ¿No la has visto? Tal vez fue al baño. – pregunté y respondí como lo hace Antonela.
– ¿Pero qué locuras dices, Ricardo? Si te he visto llegar solo, joder! – Ese momento de incredulidad me hirvió la sangre y despotrique.
– ¿Qué no has visto a la regordeta que estaba a lado mío bebiendo? ¡Hijo de puta!

El murmullo del lugar se apagó súbitamente. Mil caras de un sueno catapléxico me observaban, me condenaban, sus expresiones eran de tristeza. Esa tristeza que nos persigue, que nos atormenta y que nos aflige minuto a minuto. Era uno de ellos. Les pertenecía.

– Vale, vale, todo está bien, disputa de machos cabríos. – dijo dirigiéndose a la más amorfa de rostros. La incómoda escena se aminoro con sus palabras. Me encontraba inmóvil. Interminablemente hiperémico. Se acerco a mi oído y en un susurro, dijo.
– Nada es lo que parece – Beso mi mejilla alejándose a paso lento y perdiéndose entre la muchedumbre.

7 Me levanté de nuevo con resaca. Pasaba de medio dia como de costumbre. Las tripas me rugían de hambre y no tenía un centavo. Decidí permanecer un rato mas acostado, no tenía ningún plan de salir a la calle. Escuche un sonido muy suave que provenía debajo de la puerta. Me levante a medio cuerpo. Habían deslizado un sobre pero lo más extraño es que no se escucharon pasos. Salí de la cama impulsado por la curiosidad. En el momento de abrir la puerta para observar si alguien se alejaba, la luz del pasillo se fulmino haciéndome parte de su soledad. Trastabillé un segundo. Decidí regresar a mi cuarto. Di un paso atrás y la duela rechino como un grito de dolor. Mi cabeza se estrecho con un tinitus abrumador. Me llevé las dos manos a los oídos mientras me hincaba de dolor. Me desvanecí. Un segundo después comencé a arrastrarme hacia la puerta de mi cuarto. Llegue y trate de alcanzar el picaporte. Había desaparecido. De pronto el dolor y el tinitus desaparecieron. Comencé a escalar las paredes a tientas, sentía como el piso se transmutaba, la superficie áspera y rugosa se convertía en resbaladiza, fétida y grasienta. No podía pararme. Cada vez que lo intentaba caía de bruces. Empezaba a revestirme del líquido viscoso. Mis narinas se obstruyeron. Cada vez que abría la boca para llenar mis pulmones de oxigeno aspiraba la desagradable sustancia. También mi garganta comenzó a obstruirse al igual que todos mis orificios corporales. Mis signos vitales se deterioraban haciéndose erráticos. Jamás me había sucedido algo parecido. En cada intento por moverme las paredes se venían encima aplastándome. Las fuerzas me abandonaban. Me sentía cada vez mas fatigado. Comprendí que iba a morir y me abandoné en la desesperanza. Mis ojos se cerraron con pesadez. Las vísceras se reducían mientras mi abdomen se protruía hasta alcanzar el techo. La tormenta cesó. El pánico se transformó en calma. Las páginas de mi memoria estaban en blanco. No guardaba recuerdos. Mis funciones vitales se estabilizaron como si ya no dependieran de mí. El líquido que en un principio me parecía desagradable y mortífero se convirtió en una extensión más de mi cuerpo. ¡Estaba vivo! Podía sentir las vibraciones más lejanas del universo. Estaba en contacto con él. Lo entendía. Era el principio del todo y el final de la nada.

Cada función celular era alimentada por un flujo continuo de energía externa, cálida y enternecedora. Una fuente vital de la que dependía. Me desbordaba de alegría en una burbuja protectora. Un eco de voz apacible me decía:

– Nada es lo que parece.

La calma desapareció al cruzar el oscuro túnel seguido de la presencia de una luz cegadora a la que llamamos realidad. Ahí estaba yo, sentado a la mitad de un autobús, a media noche y con destino desconocido. Era el único pasajero o mejor dicho, el último. No tenía la menor idea de lo que hacia ahí y mucho menos hacia donde me dirigía. Mientras el autobús seguía su curso observaba por las ventanas las luces de la ciudad que pasaban como destellos intermitentes a los lados de la autopista. Me di cuenta que no había más automóviles y mucho menos personas caminando por las aceras. La ciudad parecía desierta. Me pregunte si el autobús sería conducido por alguna persona. Decidí corroborar. Me paré y me sostuve fuertemente de la barra de acero que suspendía del techo. La caminata hacia la parte delantera se hacía eterna a cada paso que daba, parecía que la cabina se alejaba de mí. Me llamo la atención la pulcritud con la que se encontraba el interior, era de un color intensamente blanco, igual que el de mi departamento. Mientras avanzábamos el motor no emitía ningún sonido lo cual daba la impresión que la ciudad estaba en movimiento y no el autobús. Las luces centellantes de edificios y espectaculares semejaban la muerte y el nacimiento de las estrellas. Cuando estaba a dos pasos del conductor, observe con asombro que el volante era sujetado por cuatro manos. Busque su rostro con incredulidad, rápidamente fije de nuevo la mirada en el volante y habían desaparecido dos de ella.

– ¿Cómo lo ha hecho? – pregunté anonadado.

Al hombre negro no pareció importarle mi pregunta, permanecía implacable e inmóvil detrás del volante. Yo le observaba minuciosamente extasiado. Parecía infrahumano. Su uniforme se encontraba impecablemente limpio y bien planchado. Era de un blanco intenso que contrastaba con el interior del autobús. El gorro que portaba con orgullo iba firmemente sujetado a su cabeza, dejándose ver el caduceo de Mercurio en su cúspide. Su rostro era valiente, audaz y humilde. No existían iris ni pupilas en sus ojos, solo esclerótica, como si de nubes se trataran. Una cicatriz queloide abarcaba desde el parietal derecho hacia el borde izquierdo de su mandíbula dándole apariencia de rufián nocturno. Se sintió violado con la mirada, esa mirada que no respeta la privacidad, esa mirada que no pide permiso, esa mirada que juzga y señala. Entonces escuche una voz grave, seria y demandante. Una orden precisa.

– Debe permanecer sentado en todo momento mientras el autobús se encuentra en movimiento.

En ningún momento sus labios se movieron al pronunciar esas palabras. Desconcertado obedecí la orden. Tome asiento en la primera fila. Me incline hacia adelante apoyando mis manos sobre la barra de metal frente a mí. No había notado hasta ese momento la diaforesis en mis manos. Se encontraban pegajosas. Algo dentro de mí se irritó. Y en el mismo tono de voz autoritario que me había dado la orden le pregunté.

– ¿Hacia dónde nos dirigimos?
– La librería central.- contestó aplastante
– ¿Y porqué habremos de ir allá? Ha de pasar de media noche, está cerrada.
– No es así, lo están esperando.- aplastante de nuevo.

8 Solté una risa irónica. Sin pensarlo observé por el retrovisor y vi que alguien se encontraba sentado hasta la parte posterior del autobús. La reconocí. Era Celine. Me levanté para dirigirme hacia ella. No había nadie. La luz del interior se convirtió en un parpadeo arrítmico. Todo oscureció dentro y fuera del autobús. Pensé que todo era un fotomontaje. Alguien o algo pasó a mi lado. Me paralicé. Todo parecía estático, reinaba el vacio. En un instante se encendió la luz. En panico caminé hacia el conductor. Me detuve y a centímetros de su cara le grité:

– ¿Qué broma es esta?
– De qué habla?- contestó tranquilo
– Hace un momento se encontraba sentada una mujer en la última fila, después todo se oscureció. Exijo que me explique, que está pasando – demandé.
– Usted no está para exigir, sólo para seguir órdenes. – replicó. Cuando me disponía a contraatacar el autobús se detuvo. El conductor volteo hacia mí.
– Hemos llegado a la librería central, baje por favor. – dijo con monotonía mientras me extendía un sobre con su mano caquéctica. Presiono un interruptor y las puertas se abrieron dejando escapar un vapor intenso. Tomé el sobre y descendí por la escalinata hacia la acera. Permanecí inmóvil observando aquel ser extraño. Antes de cerrar las puertas me observó con mirada polar y dijo:
– Nada es lo que parece. – Las puertas se cerraron, la luz del interior desapareció y el autobús continuó su marcha inaudible.

9 No tenía la menor idea de lo que hacía en ese lugar, mucho menos a esa hora de la madrugada. Recordé que tenía un sobre en mi mano. En mi memoria asomó un recuerdo.

– Este es el mismo sobre que deslizaron por debajo de mi puerta.

Lo abrí apresurado y sin cautela. Un objeto salió expulsado y escuché el timbre que emitió al caer al piso. Era una llave antigua de anillo ovalado con una inscripción en latín que rezaba: et qui quaerit, invenit. Sabía su significado. Pero, ¿qué buscaba? ¿qué encontraría? Intuí que esa llave me serviría para abrir alguna puerta de las miles que tenia la librería central, pero, ¿por qué estaba ahí? Me desconcertaba la falta de información. Caminé a paso lento hacia la entrada principal. Mientras lo hacía me di cuenta que al igual que el autobús mis pasos no resonaban. Como si caminara sobre nubes de algodón. Subí por los escalones empedrados. Al llegar, caminé entre los enormes pilares que se levantaban imponentes hacia el cielo. Llegue a la puerta principal. Eche un vistazo por los enormes ventanales de cristal. Dentro, todo era calma y oscuridad. Ya me estaba acostumbrando a la oscuridad como mi nuevo hábitat. Con la llave aún en mi mano la introduje en el cerrojo de la gran puerta doble de madera. Puse atención en los acabados de relieve que formaban rostros demoniacos en un grito eterno. Le di vuelta y se oyó un clic. El pulso de mis carótidas quería desfondar mi cuello. Entré. El interior era un congelador. Cada vez que exhalaba, una espesa neblina se concentraba en el ambiente. Aunque había estado en ese lugar infinidad de veces, me encontraba desorientado y no tenía idea a donde ir. Recorrí el vestíbulo con la mirada. En el segundo piso el débil destello de una luz carmesí me invitaba a su encuentro. Parpadeaba sin cesar. Camine hacia ella. Conforme avanzaba, la neblina se hacía más densa y no permitía dar pasos seguros. Al llegar a la escalera, en ese momento totalmente indivisible, me golpeé el pie derecho con el primer escalón. Me tumbe retorciéndome del dolor y maldiciendo mi existencia. Descanse unos segundos y continúe ascendiendo a gatas. Llegué a la cima y me puse de pie. Me encontraba a salvo. Por el momento. Caminé hacia la fuente de luz, cada vez más intensa. La neblina tomaba un aspecto sanguinolento hecho polvo. Por fin me di cuenta que la luz provenía de la sala principal de exhibición. Llegué. Me detuve en el umbral y antes de entrar recordé la exposición que se presentaba. Los últimos manuscritos de Rodrigo Serna. Decidí no entrar. Dí media vuelta y sentí la presencia de alguien observándome. Era una mujer con cabello de ángel, los años viviendo en su rostro y una sonrisa cálida. Permanecía inmóvil delante de mí. Sus manos entrelazadas irradiaban sabiduría y paciencia. Dio un paso hacia adelante aproximándose. Levantó su mano en dirección a la sala de exhibición señalándome que entrara.

– No voy a entrar ahí, no tengo porque hacerlo. – conteste obstinado. Permaneció inmutable con mi desaire.
– ¡Me ha escuchado, maldita anciana! ¿O acaso es sorda? – seguía en la misma posición. Parecía una estatua. El brillo de sus ojos se confundía con lágrimas. Un agujero se fundió en mi pecho, me di cuenta de la insolencia que había cometido al gritarle a una mujer mayor.
– Le ofrezco una disculpa. Estoy desconcertado porque no se qué hago aquí. Tengo tantas preguntas y ninguna respuesta. No sé quién es usted ni porque insiste con su pose autoritaria que entre a la sala. Ese hombre merece todo mi desprecio, me traiciono a mí y a la literatura.

Bajo la mano entrelazándolas de nuevo y se aproximó con calma. Su silencio me paralizó. Mis ojos se concentraron en las arrugas que irradiaban sus labios cianóticos y con un movimiento, casi imperceptible, su boca se entreabrió dejando escapar un susurro:

-Nada es lo que parece.

La sangre de mi cabeza se desplomó hasta los pies en un cuerpo carente de órganos. Lázaro me acompañaba por las dunas del purgatorio. Esas palabras significaban algo importante, me pertenecían de alguna forma, estaban adheridas a mi ADN. Retrocedí sin apartar la mirada. Una bella melodía de Rachmaninoff se mezclaba en el ambiente, era la rapsodia sobre un tema de Paganini en La menor opus 43. Pieza insuperable. Esta vez me dirigí hacia la sala de exhibición. Observaba como se expandía y se contraía con el ritmo de mi latido. A cada paso la sala se hacia diplópica y vertiginosa. El automatismo reinaba mis facultades psicomotoras. Una vez más me detuve en la puerta. Una barrera invisible me contenía de todo movimiento. Era la separación, la línea marginal entre el pasado y el presente. Ese pesado obstáculo que cargamos en cada momento de la vida inaudita. El repudio a nuestra existencia. El gato negro de nuestro destino. Decidí enfrentar mis dudas y mis miedos. El miedo a equivocarnos nos hunde como un ancla hacia el fondo del mar.

– No todo lo que se dice es verdad, ni todas las mentiras son ciertas. – dijo apacible.

La neblina comenzó a disiparse hacia los lados abriéndome el paso hacia las vitrinas que resguardaban los documentos. La luz roja parpadeante desapareció. Avance. Una avalancha de recuerdos se desbordaba. Cada paso era una imagen relevante de mi vida. Conforme me aproximaba, la animosidad dentro de mí se diluía. Sentía paz. La misma paz que había sentido en el pasillo de mi departamento. Entonces comprendí que el vientre materno es el último vestigio del universo como antesala de la abrumadora realidad. Al llegar, con asombro me di cuenta que no era una vitrina de museo o galería común y corriente en donde se resguardaban documentos de valiosa antigüedad. Era un archivero metálico de una sola gaveta apoyado sobre una mesa dorada de tres patas estilo rococó. Estaba intrigado, pasmado porque esperaba encontrar los últimos manuscritos de mi enemigo. No sabía qué hacer ó que decir. Me fijé que el archivero contaba con un cerrojo.

Probablemente la llave también la abriría. La introduje y el seguro cedió. Con suavidad jale el cajón y eche un vistazo. Se encontraba un solo expediente descansando en su interior. Desconcertado busque con la mirada a la mujer que me había casi obligado a entrar. No había nadie. Me encontraba otra vez solo. Vacilé un momento y como un niño travieso, decidí tomarlo. La adrenalina me invadió. Lo abrí. En blanco. La primera hoja estaba en blanco. Pase una por una. Ninguna tenía una sola letra escrita. Atónito las revise rápidamente por el reverso. Nada. Solo un papel bañado en una blancura infinita. Pensé que me habían jugado una broma y exclamé sarcásticamente en voz queda.

– Es la expresión materializada de tu intelecto, Rodrigo. Un estado comatoso y vegetativo. – Sonreí con malicia sin dejar de ver las hojas frente a mí. Cerré el archivo violentamente y lo avente con fuerza desmedida dentro de la gaveta. De un empujón deslice el cajon y se cerró.
– ¡Me largo de aquí! – exclamé en voz alta y dí media vuelta. Ahí estaba de nuevo esperando pacientemente frente a mí. Solo que esta vez la mujer me extendía la mano con la palma supinada y en el centro se encontraba una pastilla.
– Tómala.
– Discúlpeme, señora pero usted no puede ir por el mundo dando órdenes y repartiendo pastillas. – conteste en todo airoso y un tanto burlón.
– Tómala o nunca recordaras la verdad de tu pasado. Y el presente sin pasado no es futuro.
– Usted recién me conoce, señora. Mi pasado lo conozco al derecho y al revés.
– Entonces dime, ¿hace cuanto tiempo vives en el departamento que hoy habitas?

Abrí la boca solo para balbucear. Estaba perplejo porque no recordaba. Comencé a caminar en círculos, con la frente sudorosa y de cuando en cuando me acicalaba el cabello. Era por demás, cada vez que perdía la mirada en el horizonte ningún recuerdo afloraba mi memoria.

– No recordaras nunca porque tu pasado y tu presente no pertenecen a esta realidad en la que vives. – Caminé hacia ella.
– ¿De qué demonios me habla? Usted es tan real como yo. – dije.
– Si tan seguro estas tómala y demuéstrame. – dijo retadora. Su rostro no demostraba emoción alguna. Era un rostro parkinsoniano. Tome la pastilla. Sin dejar de mirarla me la metí a la boca, trague y me dije: Nada es lo que parece.

3:46 a.m. Dos almas complementarias transitan por la nebulosa carretera interestatal. Comfortably numb suena en la radio como el último suspiro de un moribundo. El jóven reconoce la canción, es de sus favoritas, sube el volumen tan alto que su acompañante adormilada se estremece del susto y despierta abruptamente dando un brinco:

– ¿Te has vuelto loco? – pregunta en un grito sorpresivo.

El muchacho con la sonrisa sardónica que lo caracteriza, voltea hacia su copiloto y responde sarcásticamente, – Estas en lo correcto.
Ambos cruzan las miradas y exorbitando los ojos se echan a reír como dos hienas hambrientas. No paran de reír. En sus rostros regurgitados y cianóticos por las carcajadas se vierten lágrimas en cascadas.
Hagamos una breve pausa. Recordemos que los momentos de felicidad son intermitentes en nuestras vidas mientras que las catástrofes perduren por siempre en la memoria. Por lo tanto, este momento intimo entre hombre y mujer, está a punto de terminar. Las lágrimas impiden la visibilidad del conductor, comienza a limpiárselas con el dorso de la mano. Los escotomas empiezan a hacer suya la visibilidad, hace muecas e intenta enfocar su mirada en el camino. Cuando lo logra observa dos siluetas en medio de la carretera, está a punto de arrollarlas. Demasiado tarde. Se escucha un estruendo, pierde el control y salen disparados de la carretera. El mundo se vuelve vertiginoso, hay golpes que van y bien por todo el cuerpo. Pierde el conocimiento unos segundos, despierta confundido, la cabeza le duele como si hubiera recibido martillazos en ella. Siente caliente la frente, se toca y descubre que esta empapada en sangre, siente las piernas húmedas, se da cuenta que el automóvil a caído al rio y se está inundando. Empieza a dar fuertes golpes a la ventana. Por fin logra romperla. El agua irrumpe vorazmente hacia el interior, logra salir y empieza a nadar hacia la superficie desesperadamente en busca de oxígeno. Bocanadas de aire llenan sus pulmones. Comienza a bracear y patalear en busca de tierra firme. Mientras se aleja escucha el burbujeo del auto que va en picada hacia el fondo.

10 Cada braceo contracorriente es un relámpago de imágenes de lo sucedido, recuerda las dos personas que hace unos minuto arrollo. Nunca antes las había visto pero tiene la impresión que formaran parte de su vida hasta el dia que muera, tal vez lo acompañen hasta la sombría morada de los muertos. Lo único que no recuerda, es el cadáver que ahora yace en el fondo del rio. El murmullo del agua resuena en su cabeza todavía aturdida. El reflejo de la luna sobre la corriente bravía será la última imagen en su memoria. Por fin alcanza la orilla y se desvanece al igual que la luz de sus ojos. Se encuentra tan exhausto que se recuesta pecho tierra para recobrar fuerzas. La desesperación lo invade súbitamente al recodar que antes de salir de casa había empacado en su bolsa de mano los manuscritos de su más reciente obra y la que lo llevaría a la inmortalidad. Comienza a arrastrarse por la superficie empedrada, no sabe a dónde ir, entonces es cuando se da cuenta que la oscuridad no solo le pertenece a la noche sino también a sus ojos. Su respiración se hace más agitada, grita por auxilio pero nadie se encuentra para escuchar sus suplicas. Intenta ponerse de pie pero el miedo a caer al vacío hace que desista y mejor se pone en cuclillas. Cierra los ojos para tranquilizarse pero recuerda que está ciego y esto le causa gracia. Cree que todo lo sucedido es una pesadilla y en cualquier momento despertara. Se lleva la palma de las manos a los ojos, se los frota y los abre. Nada. No hay el menor vestigio de luz. Empieza a perder las esperanzas, se hinca y enmudece. La realidad en adelante será tacto. La estridulación de los grillos se escucha entre los juncos y espadañas. Entre toda la tribulación que le ocurre ese sonido le parece hermoso. El resoplar de la brisa matinal será un aliciente para su espíritu. Su antebrazo siente el roce de un objeto. Reconoce ese sonido. Es el crujir de una hoja de papel al doblarse. Lo ha escuchado miles de veces cuando de niño escribía sus primeros versos y frustrado por la inexperiencia de la juventud arrugaba bruscamente las hojas tirándolas a la papelera. Desesperado comienza a gatear en círculos pero esta vez colmado de alegría porque sabe que no todo está perdido. Aúlla como lobo. Encuentra una, dos, tres hojas cerca de él. Las va recolectando a tientas una por una. Desde la cima del desfiladero por el cual cayo su automóvil, sabios ojos lo observan impávidos.

11 Soy paciente del Hospital Psiquiátrico regional. Ingrese hace veinte años y al parecer jamás saldré de aquí. Los médicos me dicen que antes que se presentaran las primeras alucinaciones era un reconocido escritor y poeta. Me han mostrado parte de mi obra y por más que las he leído una y otra vez no logro reconocerla. Al final de cada poema escrito se encuentra la firma de un tal Rodrigo Serna, seudónimo que utilizaba según me dicen en honor a mi abuelo andaluz. Gran intelectual de su tiempo, de gran carisma y hermosos ojos verdes. La verdad no lo recuerdo. Tengo personalidad múltiple, una de ellas y la más frecuente de todas es la del alcohólico Ricardo Reyes. Presente la mayor parte del dia, deambula por todo el hospital proclamando a los cuatro vientos la miseria en la que vive entre bares de mala muerte y librerías. ¡Vaya personaje! Si que sabe como avergonzarme. Por si fuera poco, soy ciego. Lo más sorprendente es que cada vez que me permiten entrar en este cuarto, con solo tomar el lápiz entre mis dedos y comenzar a escribir, la ceguera se esfuma. Con el paso de los años me he dado cuenta de la virtud que ha llegado a ser. El escribir es lo que me ha mantenido con vida en mis escasos periodos de lucidez. Este momento es uno de ellos. Los doctores y enfermeras me han contado de la madrugada que me encontraron a la orilla del Rio Ansures. Gateaba en círculos intentando recolectar piedras. Estaba eufórico. Dicen que insistía en que me ayudaran a juntar todas las hojas dispersas. Al parecer mi madre Celine Serna, psiquiatra de este mismo hospital, me acompañaban en el fatídico accidente que cobró su vida. Nunca pudieron recuperar el cuerpo. Para ser honestos yo no la recuerdo dentro del automóvil. Esa noche nuestro destino final era este hospital donde iniciaría mi tratamiento clandestino. Mi madre intentaba a toda costa esconder a los medios mi enfermedad. Antes de salir a carretera mi madre llamo a la Doctora Muller para comunicarle que íbamos en camino. Quizá nuestro retraso fue lo que alertó a la doctora para ir en nuestra búsqueda. Era la mejor amiga de mi madre y cumpliendo con la promesa que le hizo si ella faltaba algún dia, me tomó bajo su custodia como un hijo. La última imagen que recuerdo de mi madre es la pequeña discusión que tuvimos en casa, aquella noche antes de salir a carretera. Le pedí casi en forma de súplica que me permitiera conducir el automóvil excusándome que tal vez sería la última vez que lo haría. Y lo fué. Un guardia de raza negra con una pulcritud impecable me cuida a cada instante. Dice que antes de retirarme a mi habitación, finalizo el dia haciendo una escala en el cuarto de archivos donde le pido que me lea mi último manuscrito alegándome que no existe y que solo se tratan de hojas en blanco junto a mi historia clínica. Presiento que probablemente estas sean mis últimas palabras como Ravel Córdoba.

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sobre el autor

Germain Barrera

Germain Barrera nació en Chihuahua, Chih., México en 1978. Estudio en la facultad de medicina de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez donde obtuvo su titulo como Medico Cirujano. Ha sido escritor desde su juventud publicando casos médicos e historias cortas para revistas académicas en la frontera norte de México. Actualmente cursa clases de la maestría en escritura creativa en la Universidad de Texas en El Paso.

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