Familia

Canción para acompañar el relato:

—¡Es una pucha, Taquito! No te le quedes viendo porque se te van a caer los ojos.

La primera vez que fui a un billar tenía siete años. Eran las doce de la noche y a mí me emocionaba hasta límites insospechados saber que mis padres estaban dormidos en casa a esa hora, pero yo no, yo estaba en un billar, a mi lado había un grupo de hombres bebiendo cerveza y fumando cigarros. Exhalaban el humo hacia la calle para no contaminar mis pulmones nuevos. Había un póster de una mujer encuerada a un costado de la televisión, yo tenía siete años y estaba contemplando un cenicero que tenía forma de vulva. Mis ojos muy abiertos. Mis sentidos tratando de comprender lo que veían, pues, aunque yo había visto vulvas en las películas porno de papá o en las revistas de mis tíos, nunca antes había visto una de cerámica. Hasta ese entonces, el billar era para mí un lugar místico en donde ocurría la adultez. No estaba seguro exactamente de qué quería decir esta palabra, simplemente sabía que yo era muy pequeño para ir a aquel sitio donde sólo podía entrar el Hombre.

Me llevó mi tío Toño, el Keji, hermano menor de mi padre que desde pequeño se ganó el apodo de “el Loco”. Pero mi tío Keji era mucho más que esto. Para mí, representó siempre la única figura de la libertad que conocería: era el que llegaba a dormir a las cuatro de la mañana y se levantaba a trabajar a las doce, era el que había tenido más de cien novias de todas las edades y todas las profesiones, era el que cantaba canciones en un inglés perfecto nada más de oído, porque mi tío nunca quiso aprender inglés; era el que me regaló los dos únicos Ray Ban que he tenido en mi vida y que por desgracia perdí después de un par de años, era el que me enseñó que nuestra familia bebe whisky, pero vodka nunca porque se nos queda atorado en la sangre. El conejo blanco que abría puertas al país de las maravillas. Mi amigo Harvey. El rockanrolla. El gato de Cheshire. La Liebre de Marzo. El sonido y la furia. Un auténtico hijo del siglo veinte. Era, pues, el único hermano de mi padre con el que yo conviví y al que más amo, y el primero que vio en mí la chispa de la misma locura a la que él se entregó. Por eso, una vez cada semestre, le pedía permiso a mi padre para que me dejara dormir con él en su cuarto. Por las noches salía, se peinaba hacia atrás con mucho gel, se ponía una camisa limpia, una chamarra de piel, y cinco o seis disparos Vetiver. Luego acariciaba mis cabellos y me decía: “a ver, Taquito, ¿adónde te llevo ahora?”.

Así fue desde mis siete hasta mis quince años.

Su habitación era demasiado pequeña para contener todas las cosas que poseía el tío Keji. Siempre tuve la impresión de que nunca tiraba nada —aunque llamarlo acaparador me parece degenerar su esencia, que era mucho más que sólo eso—. Por otro lado, siempre que llegaba a su cuarto tenía la impresión de que era inmenso: como si en aquel espacio de cuatro por cinco cupiera en verdad toda la vida de un hombre. La pared estaba llena de manchas de procedencias que ni siquiera ahora, siendo adulto, puedo imaginar. Tenía un póster de Led Zepellin, la portada de Stairway to Heaven, que él mismo había pintado con una precisión desconcertante: un monje barbado que alza un candelabro frente así para lavar la oscuridad. Una vez tomó su guitarra y tocó aquella canción para mí. Y desde ese día -esto no lo sabe nadie- yo juré que aprendería a tocar la guitarra tan sólo para regresarle aquel favor alguna vez. Aún no lo he hecho.

La imaginación es la loca de la casa, decía la santa descalza. Y yo que leí esta frase en mi primera adultez, comprendí que Santa Teresa había vaticinado la llegada del Keji al mundo. Pues imaginación le sobró siempre: yo escuchaba con envidia sus relatos durante las reuniones familiares, y presenciaba su carisma, su encanto natural que enamoraba a todos sus hermanos, incluido mi padre quien, a pesar de tantas molestias, lo amaba más que nadie. Mi tío Keji provocaba una risa que empezaba en el estómago y poco a poco iba haciendo nido en el corazón: a pesar de que muchas veces en su vida se peleó en la calle, jamás llegué a conocer a nadie que lo considerara otra cosa que un gran amigo. Dudo que llegue a conocerlo.

De las más de cien novias que tuvo, yo conocí a tres. La primera se llamaba Esperanza, bailaba en un teibol los fines de semana, y el resto de los días se dedicaba a acariciar a mi tío con dedos afilados: sus ojos brillaban como dos peces de plata. De la segunda no recuerdo el nombre, pero era dentista y su gran sueño en la vida era mantener a mi tío: “por eso la dejé, Taquito, porque yo tengo mis manos para trabajar. Yo no quiero ser el mantenido de nadie”. Eso me dijo mi tío, a quien nunca le gustó trabajar. Con la tercera creí que se quedaría, pues estaba en el umbral de los cuarenta y porque la amaba. Yo que lo observé con tanta atención con el paso de los años podía verlo. Pero un día llegué a su casa y lo observé sacando al patio cajas de cartón llenas de fotografías. Armó una gran pila que minutos después hizo arder, sin importarle que el humo se introdujera en la casa. Yo lo miraba desde una distancia prudente -siempre he creído en lo sagrado que es el momento en que termina el amor- y en medio de aquel fuego, mi tío sonreía con la mitad del cuerpo, mientras la otra mitad desgranaba pedazos de su alma que ya nunca iban a sanar. Fue poco después que descubrió que tenía diabetes.

La primera vez que Milico me dijo que yo estaba loco de amor, pensé inmediatamente en mi tío Keji. Me pregunté si aquella locura iluminada que lo acompañó todos los años que lo conocí no se me habría pegado en alguna de aquellas salidas nocturnas a los bares, antros y botaneros de la ciudad. Cuando me miraba a los ojos y me sonreía como el Guasón y me decía: “a ver, Taquito, ¿cuál muchacha te gusta más para tu tío?”. Y yo miraba todas las mesas y escogía una mujer que, en realidad, me parecía la más adecuada para mí, sólo por el gusto de ver cómo se dejaban vencer por aquel hombre guapo que era mi tío, aquel loco que se acercaba a platica con ellas y, en cosa de media hora, ya se dejaba abrazar por una mujer risueña, que reía con todo el cuerpo. Nunca me presumió sus conquistas, pero recuerdo lo que me decía: “he tenido más de cien novias, Taquito, pero créeme que a todas les he dado todo lo que soy. Porque para amar hay que ponerse los güevos en el corazón”.

Lloró conmigo el día que perdí a mi primera mujer. Lloró conmigo el día que perdí a mi hijo. Lloró conmigo el día que Elena, su madre, dejó este mundo para volverse parte del aire, para que la respiráramos para siempre. Porque mi tío, al igual que yo, era un llorón de primera que sabía que era necesario sacar las lágrimas para que no se hicieran piedras en el alma. Así llorando nos agarró la noche, bebiendo tras las paredes de su cuarto mientras el rock que salía de su pequeña radio -una radio que había armado él mismo a partir de piezas que iba juntando de la basura y que bautizó simplemente como “Robotina”- nos caminaba por la piel como una legión de arañitas luminosas.

Una vez, cuando mi tío estaba internado por su primera crisis de diabetes, mi abuelo ordenó que limpiaran su cuarto; aquella misma habitación a donde regresé tantas noches que amé la vida. Fue como si entráramos a la guarida del Sombrerero: botellas vacías, condones nuevos y usados, animales vivos y muertos, tazas de té, relojes, computadoras y radios y televisiones despedazadas que él -a pesar de su genialidad- no había podido arreglar, más de 300 bolsitas donde alguna vez hubo algún tipo de droga, 249 revistas pornográficas y otro tanto de videos, doce botellas vacías de Vetiver. Y mientras se limpiaba la habitación, el asco poco a poco dejó paso a la risa: los intrusos no podían dejar de maravillarse por haber ingresado a la guarida del Keji, y el sabor de aquella libertad inmensa se desbordó de las bocas en sonoras carcajadas. Aquello, y quién sabe cuánto más, era mi tío Keji. Aquello era el Loco de la casa.

La última vez que lo vi, mi tío Keji pesaba menos de 50 kilos y su piel vibrante había dejado paso a un cuero amarillento, abatido por la enfermedad y el rocanrol. “Es la diabetes, Taquito, pero de algo me tengo que morir”. Después se fue a vivir a Guadalajara y allá vive todavía, en alguna habitación en donde nunca termina la noche. Hace dos años que no lo veo, pero uno de mis deseos más fervientes es salir con él de nuevo, ahora que soy adulto, para que me diga: “a ver, Taquito, ¿cuál muchacha te gusta más para tu tío?”, y poder decirle que todas. Con todo el amor que le tengo, decirle que todas las muchachas del mundo me hubieran gustado para su locura.

En esto pienso, mientras todas las escaleras al cielo se abren y mi tío Keji se para frente a todas y me mira a los ojos y sonríe y me cuenta un chiste y hace una cabriola y se lava las manos y alza un candelabro frente de sí para lavar la oscuridad y se peina hacia atrás y se echa cinco o seis disparos de Vetiver y acaricia mis cabellos y con lentes oscuros me dice, “a ver, Taquito, ¿a dónde te llevo ahora?”.

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sobre el autor

Hiram Ruvalcaba

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