El día que cambió la música

El día que cambió la música

Era una bicicleta Raleigh Lenton color verde en la que se desplazaba el chico flaco de humor negro y nariz aguileña, el Sol punzándole la piel, picándole el humor y las furiosas ganas de hacer música, mucho rock & roll enfadado para las chicas patricias y burguesas, para mojar sus pantis, para bajar sus faldas y bailar un Twist desenfrenado. Pero unas amenazantes nubes negras anunciaban una lluvia antagónica, una lluvia desanimada. Depresión y música de iglesia, las tangentes instadas para ese día.

La Feria de la Villa de Woolton, en la Iglesia Saint Peter’s, Liverpool, era lo que le esperaba al chico, una presentación tan gris como el cielo de la ciudad, una tocada que podría deprimir al mismísimo Cristo del Saint Peter’s. Humor negro y día gris, no parecía una mala idea después de todo, el cielo siempre es lánguido al noroeste de Inglaterra, pero la música puede despejarlo todo.

El chico de la bicicleta verde era John Lennon, y su banda se nombraba “The Quarry Men Skiffle Group”, y estaban listos para formar parte aquel desfile que los haría llegar a la feria, ubicada en la parte trasera de la Iglesia. El bajista Len Garry, tocaría un primitivo bajo hecho a partir de una caja de madera usada para transportar te, con un mástil vertical fabricado a partir de un palo de escoba. Así se las arreglaba la banda, así eran las ganas de tocar, de reventar la Capilla, de explotar la ciudad; pero para el ocaso, el chico de la Raleigh Lenton ya había hocicado el alcohol, tanto como para sentirse completamente borracho, tanto como para arruinarlo todo, de todas las formas posibles. El mal humor del de nariz aguileña se había convertido en una nube oscura más sobre el cielo de Liverpool, se encontraba deprimido, borracho y asqueado de la música convencional.

La banda militar desfiló. El rector de la iglesia Sain’t Peter’s dio inicio al evento. “Las Cuatro Estaciones” y “La Caperucita Roja” se presentaron como actos secundarios. La banda militar paró de tocar y tras un silencio, subió al escenario The Quarry Men, quienes tambaleantes, y aún afanosos, tocaron canciones como “I’m Gonna Sit Right Down and Cry Over You”, entre otras de Elvis Presley.

La chicas burguesas se habían ido a su casa después del “show”, el olor a golosinas, pólvora y mamonería reinaban en el lugar, un fracaso al parecer, una tocada más en las ínfulas de la cursileria, una puta feria patronal, un fiasco total; pero aún quedaba la fiesta que cerraría la feria de ese día, misma que se realizaría en el auditorio de la Iglesia, en donde amenizarían de igual manera la noche, junto a la George Edwards Band.

Lennon estaba boquiabierto por lo que vio y escuchó en el auditorio. Un párvulo y enclenque joven de nombre Paul había tomado su guitarra y comenzaba a cantar aquel tema de Eddie Cochran: “Twenty Flight Rock”. McCartney, de quince años, manifestaba maestría tocando la guitarra Zenith, esplendorosamente. Se dice que todas las personas que trabajaban engalanando el auditorio para la fiesta se acercaron para escuchar, estupefactas. Lennon simplemente quedó pasmado y no pudo contenerse de ver a un joven tan pequeño tocando tan bien.

Ese sábado en que se conocieron John Lennon y Paul McCartney, ese 5 de julio de 1957, cambiaría la música por completo.

Paul McCartney siempre ha sido mi ídolo, para qué mentir, sus letras, su carácter, su modo de moverse desenfadadamente en el escenario, de dar entrevistas, de posar para las fotografías, de vestirse, de responder, de cuestionar, de cantar, me ponen en raya. McCartney es el hombre más perfecto del siglo XX, ya está, todo está dicho y nadie puede revocar esa idea en mi mente. En contraste, llevo una relación amor-odio con John Lennon, el hipócrita, el desesperado por el dinero y la fama, el conformista sin razonamiento propio, el seguidor y no líder, quien no tenía una sola idea de la política, el mentiroso, un tipo completamente desagradable que aún así, forma parte primordial en mi vida, en mi soundtrack, esa banda sonora que tenemos los de vidas tristes. Comenzó a percibirse en mis oídos cuando llegaba del colegio, apaleado, desalentado, ninguneado, cuando tenía que caminar por horas para llegar a mi vivienda, cuando el hambre cimbraba en mi estómago vacío, cuando rompía con la chica a la que amaba, cuando morían mis amigos, mis seres queridos, cuando me encontraba solo en casa, sin ninguna compañía, en el bar, en la cárcel, en la calle, a punto del suicidio. Siempre eran estos dos, regresándome las ganas de vivir, de continuar, de prolongar mi cochina y errada existencia. Y siempre era esa canción escrita por Lennon la que me salvaba del suicidio, la canción del amparo, una serie de tonadas que sintonizan conmigo desde la infancia, energía pura, sintonización, conexión, enlace o vínculo divino, alabanza que siempre estará ahí para todo tipo de tempestad.

Un piano depurado, doliente, lastimero, que restablece todo tipo de contusiones, una voz espiritual de Lennon que hace vibrar todo tipo de cuerpos y embauca los ojos, crea turbiones en ellos: “Don’t need to be afraid / no need to be afraid / it’s real love, it’s real / yes it’s real love, it’s real / Thought i’d been in love befote /  
but in my heart, i wanted more / seems like all i really was doing 
was waiting for you”. Después de esa melodía todo vuelve a vivificar, a restablecerse, a germinar, el día se expande, las emociones se contraen, la algarabía se abre paso y la lagrimas dejan de manar; es el mi himno contra toda borrasca, contra todo tormento e impureza del alma, disculpen ustedes lo almidonado.

Tal vez habrán otros días importantes, como la llegada del hombre a la Luna y el inicio del Internet en 1969, la caída del Muro de Berlín en el 89, o el día que se inventó la Ketchup y cuando nacieron mis hijos, pero aquel 5 de julio de 1957 no tiene comparación alguna, para ciertas personas, su día favorito es quizá cuando se concibieron los antidepresivos, para mí, el más trascendente, el más culminante, fue cuando Lennon y McCartney estrecharon por primera vez sus manos, y eso ni el sacrosanto Prozac lo supera. ¡Yes, it’s real love!

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sobre el autor

Mixar Lopez

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