Deer Tick: una pulga que cabalga un elefante de guerra

Deer Tick: una pulga que cabalga un elefante de guerra

La larga cinta asfáltica serpentea frente a mí. Pequeñas mariposas amarillas y de color marrón se cruzan al paso de la camioneta, dejando manchas viscosas en el parabrisas. Son cientos, tal vez miles —cúmulos de mariposas atraviesan la carretera en esta tarde soleada sin intuir que se toparan con la muerte como un bólido—. Absorto en la culpa y en el paisaje casi onírico que se abre ante mis ojos, me percato de la melodía que escapa del estéreo justo cuando ya casi termina. La regreso al principio: “20 miles” es el título y la banda se llama Deer Tick. Esta vez la escucho atento. 5 o 6 veces.

Llegué a ellos gracias a una nota donde se mencionaba que su vocalista John McCauley tocaría un concierto con los miembros sobrevivientes de Nirvana. Sin tener una idea de qué clase de rock tocaban los Deer Tick y con una curiosidad casi morbosa por saber qué fue lo que hizo que Grohl, Novoselic y Smear eligieran al señor McCauley para cubrir en un escenario el puesto del finado Cobain, los busqué en YouTube y la primer canción que escuché fue la mencionada “20 miles”. Vaya sorpresa.

Formada en Providence, Rhode Island, esta pulga de venado resultó ser una amalgama de sonidos enraizados en el Blues, el Country Rock y la Americana pero “ensuciados” ocasionalmente de un rock duro y cochero que en ocasiones roza el Grunge; es aquí donde la voz nasal de John McCauley toma relevancia ya que en ciertas canciones se podría asociar su timbre rasposo con el del fallecido líder de Nirvana. La simpatía de Deer Tick por el sonido de Nirvana no es un secreto; incluso se pueden encontrar presentaciones en vivo donde aparecen como Deervana ejecutando piezas del grupo de Seattle. Sin embargo, sería totalmente injusto centrar toda la atención en este hecho, por algo muy simple: Deer Tick tiene una colección de canciones redondas, bien hechas y lo más importante, con una carga enorme de alma y sensibilidad. La tristeza mezclada con rabia que se escurre de las composiciones de McCauley —compositor principal en la banda— es un recordatorio de lo que el rock debe ser: una caótica e incesante búsqueda de trastocar con ruido, con acordes; aullar, gruñir; y con los pies plantados en aquella música que nos ha marcado, sumergirnos poco a poco en caudales distintos.

De los seis discos que tienen, el último llamado: Mayonnaise (Partisan Records) recién se publicó en febrero del 2019, puedo ver en uno de ellos la cualidad de clásico; me refiero a War Elephant (2007, FEOW! Records), primer disco de la banda y cuyo sonido tiene ese don que la mayoría de los discos de larga duración han ido perdiendo en estos días (¿Es realmente así o es solo la percepción un tanto imbécil de este escribiente?): emociona y encanta a lo largo de sus canciones.

Catorce canciones sin desperdicio y que no tienen empacho en moverse del blues al folk, o del rock a la balada, conforman un disco que seguramente será referencia para futuras generaciones de escuchas de esta cosa que insistimos en llamar rock.

Desde la abridora “Ashamed” y su arpegio melancólico, la atención se queda enganchada en su progresión de acordes y en el coro que invita a gritarlo, en espera de una culminación que llega solo para terminar casi abruptamente. Esto no ocurre en “Art isn´t Real (City of in)” que sigue la misma ruta country, pero con una estructura más tradicional, con una figura de guitarra que hipnotiza y que realza la voz, como una ensoñación: “viví en la mentira toda la vida, y he estado aquí por mucho tiempo…”. En “Standing at the Threshold” aparecen los primeros signos de una ansiedad contenida, imbuida de un aire trágico y que da un giro hacia un terreno más luminoso en el coro y me hace recordar aquellas canciones de The Supremes y aun así sigue sonando desesperadamente triste. Para cuando escucho las guitarras de “Dirty Dishes” con su nostalgia que se esparce como una suave brisa por la habitación y la voz de MacCauley, pausada y que pareciera a punto de quebrarse… entiendo que este disco posee un aura especial, entonces dudo un momento si regreso la canción de nuevo o escucho la siguiente, porque intuyo que será otra pieza igual de bella, y así es. “Long Time” tiene ese espíritu de Wilco y un coraje mal disimulado: “Ahora Dios, nunca te perdí, tú me perdiste; y estoy vacío como el corazón que cayó a mis pies…”. Mierda. Una línea así es bella, pero es tan hermosamente devastadora cuando dice lo que has estado masticando mentalmente por un buen tiempo y entonces viene este tipo con su voz nasal y su alma vieja y te lo suelta a bocajarro.

El sonido rural de “Nevada” es el lamento del hombre que deja lejos a su mujer; y suena a resaca y días sin dormir y a desesperación en medio de la carretera. Mientras que en “Batimore Blues No. 1” la desesperanza se pasea tranquila, en medio de la instrumentación austera, sobria y precisa.

 “These Old Shoes” es un bluegrass angustioso que me recuerda a The Coral y aunque el tema fue escrito por un cantautor Folk llamado Chris Paddok —que colabora en los coros-, la adaptación de Deer Tick reviste a la canción de un estilo que la versión original no tenía.

“¿Alguna vez te has sentido lejos de ser un pecador, pero te conoces demasiado bien para ser un santo?”, cuestiona McCauley en la primera línea de “Not so Dense” y es el preámbulo de una oleada de rabia que toma fuerza y que como un perro que rompe su cadena se abalanza sobre los oídos en medio de guitarras distorsionadas y platillazos. La voz rasposa navega sobre los acordes opresivos y brota clara en el puente; y crece y crece hasta convertirse en alarido, en estallido, en garganta sangrante. Una maldita joya.

El country más clásico aparece en “Spend the night”, un tema de amor con tufo a cervezas y colillas de cigarros aplastadas en el piso de un bar. Y de nuevo aparece la melancolía en “Diamond Rings”, un lamento atormentado hacia la mujer perdida, una canción de desamor cuyo solo con slide se incrusta en el corazón.

“Sink or Swim” me remite inmediatamente a Weezer, para después tornarse hacia tonalidades más oscuras y desoladas y me conduce suavemente a esa “comodidad de estar triste” de la que hablaba Cobain.

Como relámpago lejano previo a una tormenta, el bajeo aparece opresivo, intentando contener la aflicción en la voz de McCauley. Es la penúltima canción del disco. “Christ Jesus” Es un canto oscuro, amargo, desesperado. El hombre que perdió la fe. El hombre ahogándose en su tribulación. La hiel bañando el alma y la lengua. La noche en el pasillo mal iluminado del hospital donde murió tu madre. La noche en que creer ya no reconforta y saber que en todos los días venideros estaré desprovisto de la capacidad para ver días luminosos. La sangre seca en las sabanas y los ojos amarillos. La tarde pesada arrojando su luz moribunda por el vidrio sucio, mientras los autos mueven a las familias de un lugar a otro en su domingo normal, sin enfermos, ni sueros, ni canalizaciones, ni camastros viejos e incomodos y gelatinas desabridas. La mañana siguiente solo hay un cuarto vacío, y un hombre viendo fijamente unas zapatillas que nunca más nadie volverá a calzar.

Desesperación y desesperanza cogiéndose una a otra y yo en medio. Christ Jesus, please don´t leave us. Me estoy ahogando y me cuesta respirar. Y no veo tu cara. Christ Jesus. ¡¡CHRIST JESUS!! Y una canción te habla o no lo hace. Una canción hurga en tu mierda o no lo hace. Una canción te abraza y al mismo tiempo te manda a la chingada. El hombre lanza un alarido que es reclamo, mentada de madre y llanto de niño. El hombre escupe su rabia y con el también escupo yo la mía. El hombre se calla. Y de nuevo aparece el bajo, dejando correr pus y sangre, termina en un tono discordante que parece eterno. Respiro y trato de recomponerme, pero no puedo. No del todo.

Ese pudo ser el final, pero Deer Tick tenía otra cosa en mente: una versión de “What Kind of fool am I?” de Sammy Davis Jr y que, contrario a lo que pudiera pensarse, en la voz de McCauley suena perfectamente bien; tal vez como un sueño borroso intentando recordar la infancia perdida, y que se mezcla con la escena en el bar de El Resplandor, cuando Jack Nicholson llega a la fiesta repleta de fantasmas y pide su trago al bar tender.

Hallar una banda como esta, con un disco como este, me da una satisfacción enorme. Se convierten en un pequeño espejo y un escalpelo, listo para escarbar en la herida. Se convierten en noches de alcohol, mientras en solitario veo a los gatos lamerse una y otra vez, para luego observarme fijamente. Se convierten en sonidos indispensables en la mochila imaginaria de discos que carga mi mente; para después, si se presta la ocasión, decirle a un amigo: ¿Has escuchado a unos güeyes que se llaman Deer Tick? y ver si esta música le habla como me habló a mí.

El elefante de guerra ha detenido su marcha y la pulga de venado saltará a un nuevo huésped, no sin antes voltear a atrás y, viendo la brecha y el desastre de ramas y la tierra apisonada, exclamar: “Vaya, qué hermoso y caótico desmadre he creado…”. Bien Hecho Deer Tick.

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sobre el autor

Carlos Ledezma

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