Cien

Cien

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Agradecemos a Iván Daniel Gómez quien nos compartió esta nota.

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Ya el toque de queda había empezado cuando estábamos por llegar. Los saqueadores huían como cucarachas a la luz nocturna de la cocina. Quienes habían aprovechado la jornada, estarían en casa ya, regalando blusas nuevas a sus mujercitas (maniquíes desnudos en las aceras como putas borrachas, daban fe de ello). La calle: sola. Un par de alcabalas fastidiando, algún perro lamiendo sangre frente a carnicerías saqueadas.

Nosotros volvíamos de pasar una semana en Chirikayen, un Tepuy a unas ocho horas de Santa Elena de Uairén. Éramos nueve viajantes, siempre ansiosos por contemplar lo sublime (que es tan solo lo terrible, visto desde un lugar seguro). Y con todo lo caminado ardiendo y ampollándonos los pies, el chofer del Jeep no nos buscaría por el toque de queda. Caminamos desde Wará; bordeamos el cerro de Akurimá y caímos silentemente donde Susy, que nos permitió acampar en su pizzería.

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No solo habían saqueado en Santa Elena. Toda la ruta, desde Ciudad Bolívar hasta La Línea, pasando por El Dorado y Las Claritas –ese pueblo del asco-, acudió embriagada a complacer su codicia de lo ajeno. El tumulto en Las Claritas debió ser un homenaje a lo grotesco. De cotidiano, ríos de cloacas se confunden con la tierra arcillosa de la calle; y los hijos de la podredumbre hunden sus pies descalzos en la corriente. Sus padres venden pescados en la acera, a kilómetros de cualquier fuente de agua limpia, coronados por cabellos que vuelan en el aire; un PNB se afeita en una peluquería dispuesta en la acera, conformada por silla, espejo y peluquero, sin local. Policía y peluquero, ambos empistolados. Justo en ese lugar, tan fraterno para policías y malandros, detonó con más contundencia el anuncio del bobalicón del presidente de eliminar los billetes de cien.

Sin restar méritos a esa pulsión simiesca que late entre algunos venezolanos, es evidente que las consecuencias de dejar sin efectivo a pueblos con un solo banco, donde ningún local tiene puntos de venta, sobrepasarán un par de tiendas robadas. Por miedo a toda esa animalización colectiva en Las Claritas, los autobuseros decidieron frenar sus viajes hasta Santa Elena. Estábamos varados. Además, como no habíamos llegado para el cotillón de la fiesta malandra, teníamos hambre, y ni un céntimo para comer.

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Era diciembre de 2016. Tras varias semanas yendo a bancos en Caracas para retirar unas pocas miserias en bolívares, previendo la ausencia de puntos de venta en Santa Elena, despertamos allá, a un día de salir a Chirikayen, con la noticia de que ni uno de nuestros billetes –todos de cien, para el pasaje de regreso- serviría al volver de la sabana.

El Banco de Venezuela era el único banco existente en sabrán los autobuseros cuántos kilómetros. Desfiles de personas peregrinaban el pueblo arrastrando carretillas con cajas llenas de efectivo, para luego hacer fila bajo la inclemencia del sol, por el supuesto cambio de cono monetario. Había que hacer algo con el dinero pero era imposible depositar. Nos recomendaron comprar oro, gasolina o marihuana. Pero, al regresar del viaje, tendríamos que venderla. Logramos que un panadero consintiera en hacer el depósito a cambio de una contribución futura. Así nos fuimos, reposando en un acto de fe ante un desconocido, y en la falsa promesa de un nuevo cono monetario. Regresamos y, como una paradoja, el desconocido había depositado, pero no había nuevo cono monetario. La cola para retirar los mismos cien bolos que habíamos depositado daba casi tanto asco como Las Claritas, con una longitud que se prolongó durante varios días.

Así, nos dedicamos a mendigarle plata al banco, escuchando en bucle infinito la lobotómica propaganda de los CLAPs, y a ser ignorados en el terminal de autobuses por taquillas cerradas, o por taquilleros más inútiles que taquillas cerradas. En eso transcurrieron nuestros días como refugiados. Al menos no teníamos que dormir en la intemperie del terminal como tanta gente tan varada como nosotros. A pesar de que la desgracia nos igualaba en condición, la agresividad con que los terminaleños asumían su circunstancia abría una zanja entre cada uno: cada persona era una hiena estúpida con rabia y celosa frente cualquier otra. Si aparecía un revendedor con alguna información, la estampida persiguiéndolo transformaba la arquitectura circular de la estación en un maloliente corral.

Pero sin duda el más atroz espécimen del refugio de olvidados, era un trío de bachaqueras, apadrinadas por una lacrita de cabello excesivamente engominado. Leggins desteñidos de animal print asfixiaban sus prominentes muslos, mientras el desborde de sus panzas impedía la unión entre sus franelillas y el legging. Él se quedaba cuidando los sacos de comida cuando ellas perseguían, entre codazos, al pregonero de turno. El anuncio transcurría entre guarridos, mugidos y balidos, con una posterior reconciliación nocturna a la salud de una botella de anís.

Así pasamos casi una semana, como un culto al absurdo, repitiendo casi sin avance el ir y venir del pueblo al terminal por la carretera mediada por la estatua de Santa Elena. Ya estaba cansado de verla como un error de piedra en el camino, como un canto escultural al mal gusto, como esculpida por el sobrino imbécil de algún alcalde.

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Al quinto día, con una honda misantropía acumulada, compramos pasaje hasta Puerto Ordaz con nuestros billetes de cien. A la hora de salida, las bachaqueras llenaron toda la maleta con sus sacos de comida comprada en la frontera. Protestamos. Nos correspondía un espacio para nuestros bolsos. Pero para todos era evidente que, si ellas habían pagado más, la maleta era más suya. Los devaluados billetes de cien eran su criterio de dignidad. Y la dignidad se defiende con los puños. Empezaron a rebotarse, a abrir los brazos y sacar el pecho en desafío.

Una pregunta bastó para descolocarlas psíquicamente como un batazo en la nuca, como un temblor súbito en su sistema de valores y experiencia personal: ¿por qué son tan violentas? El rostro fruncido relajó los músculos hasta la vergüenza. Los ojos se les abrieron hasta escapárseles un gesto de humanidad. Con voz baja pero recobrando la intención agresiva, una respondió: “bueno, así nos enseñaron a nosotras”.

Igual viajamos con los bolsos en las piernas. Las bachaqueras, como si nada, nos pedían agua y nos sacaban conversación. Como era de esperarse, se bajaron en Las Claritas con la lacrita engominada que, nos enteramos, era uno de los peluqueros del pueblo del asco.

Nosotros llegamos de noche a Puerto Ordaz, luego de pelear con el autobusero que nos quería dejar en el malandreo de San Félix. De nuevo, no nos alcanzaba el efectivo para el pasaje y no teníamos pizzería donde acampar. Un desconocido nos ofreció hospedaje, pero esa es otra historia.

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sobre el autor

Iván Daniel Gómez

Politólogo. Maestrante de Filosofía. Lector. Escritor. Libertario. Bitcoiner. Editor en CriptoNoticias.com. Tallerista de Armando Rojas Guardia desde 2016.

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