Zona Maco: Santuario de lo que no siempre se entiende
Fotografía por Daniela Méndez
La habladuría mediática es tan poderosa que, cuando uno escucha combinadas las palabras ‘’Arte’’ y ‘’Contemporáneo’’, la primera imagen que se forma en la cabeza es la de un ladrillo que cuelga directo del techo con una plaquita de plotter que lo traduce como: FIGURA TRIDIMENSIONAL DE ARCILLA INDUSTRIALIZADA. Muchas personas a su alrededor luego promueven ese artilugio como el último gran ensayo del arte contra las industrias explotadoras. Y esto sucede, no sé por qué.
Bajo esa lógica, Zona Maco es más o menos una pared construida con todos esos ladrillos. A mí me dejó la impresión de que no debería ser adjetivada por ser un escaparate de la actualidad creativa, sino otro esfuerzo por convertir las ideas en un hito de clase: ‘’Arte Gentrificado’’. Y es que la larga travesía para llegar al Hipódromo de Las Américas sólo te lleva a una conclusión: lo que menos quieren es que cualquier persona se acerque. Varias líneas del Metro y en el mejor de los casos, un camión que tarda veinticinco minutos desde Normal, seguido por una caminata que se puede prolongar hasta hora y media.
Y después, la duda: ¿es una feria de arte o una exhibición de coches lujosos? Mercedes Benz, BMW, un Maserati por ahí y lo que claramente tiene pinta de Ferrari… Todos entran a un estacionamiento que seguramente está más custodiado que el Museo Louvre de París. El lugar –como era de esperarse- es lo suficientemente grande para que perderse sea casi un requisito. Debo reconocer que no sé ni cómo logré acreditarme para entrar a esto; pero lo cierto es que el esfuerzo ha sido demasiado como para conformarme con saber qué fue del OXXO de miles de dólares por cada donita Bimbo intervenida.
El ambiente sentenciaba: No hay código de vestimenta. Sin embargo, intenta evitar los pants deportivos. Para ser francos, nadie lo iba a notar. Artistas, asistentes y algunos reporteros iban tan producidos que resultaba fácil confundirlos con una de las piezas de la exposición.
La división de Zona Maco toma como referencia los cuatro puntos cardinales: la parte norte dedicada a las nuevas propuestas, curada por el oriundo de Mexicali: José Esparza Chong Cuy. La sección sur, diseñada por la brasileña Kiki Mazzucchelli, quien la construyó para darle prioridad a las ramas performativas. Las otras dos, establecidas con la finalidad de mostrar piezas clásicas de Arte Moderno y obras para comercialización.
Sí, hasta cierto punto las obras parecen un fetiche de lo absurdo; pero al paso del recorrido, aventurarse a disentir de las diatribas de Avelina Lésper contra la contemporaneidad -esta contemporaneidad- ya no resulta descabellado. Básicamente porque la serie de expresiones que habita Zona Maco cumplen con una de las premisas del Arte: reflejo de la sociedad que las inventa. Y precisamente, lejos de la empatía interpersonal, son la interacción constante con el objeto. La extensión definitiva de nuestros brazos a través de un tronco perforado por el iPhone 4.
Uno de los momentos cumbre de mi –entre paréntesis- cobertura fue cuando intenté comprar algo de comer, y, confieso, una bebida alcohólica para dinamitar la experiencia. Una orden de tacos $95 y la cerveza por precios similares. Claro que no pagué ni una cosa ni otra, muy a pesar de la labor de convencimiento que ejerció la botarga antes mencionada. Me conformé con un Boing, así como una viejecita se conformó con pagar seiscientos ochenta mil euros por un Basquiat.
Una instalación de perros muertos, la escultura Vaporwave que todos veíamos en segunda dimensión y un ejemplar de El Capital marxiano dentro de un bolso Louis Vuitton. Incluso con eso, nada como el performance de narco-laboratorio. Tal cual, el montaje fiel de un centro de producción de cocaína y metanfetaminas. Otros también lo refirieron como una muestra de impertinencia. Al autor le pareció una oportunidad para intimar con uno de los grandes conflictos de México (como si hiciera falta). Y si consideramos las reacciones de sus espectadores, tomo la decisión correcta.
Decenas de personas se congregaron para tomar la misma foto una y otra vez. Para Instagram y para validar la fascinación que tenemos por nuestros propios demonios. O mejor dicho, como evidencia del morbo. Al final, resultó que al mentado performance lo aprecié más en el celular de otro que con mis ojos en directo.
Muchas cosas habían quedado claras y mejor opté por irme. El barullo entre salas no reducía y sentí que era el único que se marchaba. Recogí mi identificación oficial en la carpa de prensa y pasé por una revisión de seguridad cuyo único objetiva era cerciorarse de que no me había convertido en un ladrón de Arte Contemporáneo. Como si las invaluables obras de Zaha Hadid pudieran esconderse sin ser notadas.
Otra vez caminar, otra vez el camión, otra vez las estaciones del Metro. La gran diferencia radicó en esa cerveza que llegó para compensar la otra, la “gentrificada”. Una pregunta antes de sacar las llaves de mi casa: ¿y si la función del ladrillo es estar allí para que lo tomes y te partas la cabeza?