YO CONTABA CONTIGO/CONTIGO/CONTIGO
Un adelanto del libro de crónicas: Monterrey Pop, una producción de El Salario del miedo (J, M Servín y Bibiana Camacho) gracias a la convocatoria del fondo para la cultura y las artes del noreste de México.
Apartado exclusivo para Juguete Rabioso.
Edición: Bromio, desde Bogotá.
A-BRE-TE A LA VER-GA. Por aquí va a pasar el tren de la desilusión. Repican esos cueros. Suena machín la acordeona. Nos desgarra la voz del cantante. Se va llenando la pista de danzadores. Somos las estatuas móviles de sal y agua: el sudor de Monterrey. Forjados de promesas. Entre los callejones nos disolvemos. Con el viento en la bruma nos damos vueltas imaginando idilios de tres minutos. En las instalaciones de La Pantalla, en el céntrico barrio del Mercado Juárez, los viernes por la noche, el ajuste de cuentas da la reverberación vital. El galerón humedecido, el ambiente rancio, el tabaco en suspenso, la música de la orquesta atronando en la batalla de los espacios disponibles.
Los Niños del Vallenato han crecido hasta la mayoría de edad. Dilapidan la caja de resonancia. Improvisan el orden de las melodías. Se amachina el cuerpo ajeno, se le eriza la piel con el lenguaje del tribunal sin juicio. En el diccionario de agravios, con la legión seminarista de filósofos de la cuchara y la obra gris. El tumulto de la metrópolis, en el tugurio de los subversivos. Los enemigos del alma monopólica: los vallenatos urbanos se reencuentran en el alegato básico de la tradición del fin de semana.
A mamar, a bailar, a coger: el mundo se va a acabar. Cielo falso, cielo pintado de desilusiones: la estrella de David enciende y apaga sus foquitos de colores faciales. Pintarrajea la vitrina del convenio secreto: por diez pesos, la pieza de baile. Déjate llevar por la ola interminable y eterna, renovadora y dramatizada. El sobrepeso de las danzantes, sus bolsas cangureras, la alcancía de la persecución. Termina la melodía. Se refrescan en los bancos altos, escurre la caguama Sol en la barra. Guardan las monedas doradas, dan el cambio pendiente a los impacientes. La vida es elegancia pura vista desde los mingitorios sin puerta. Las damas abúlicas esperan al siguiente cliente. Transfiguran la sed en el romancero del amor gitano.
“Que se pare la gordota, para que baile con el flaco.”
Todas las tardes de viernes me vengo religiosamente desde mi casa en Villa Mitras a pistear La Pantalla. No tengo vieja desde hace quince años. Puros gallitos ocasionales. Golondrinas sin hacer verano. El dinero no me preocupa. La voy llevando rete cachetona. Estuve casado con una mala mujer con quien procreé cuatro hijos. Intentaron despojar de mi casa. Trabajé 35 años en una fábrica Regiomontana de obrero general por turnos hasta el reajuste. Nos fueron llamando de uno por uno a la oficina de recursos humanos.
La libré por la edad, me pensionaron del seguro. Con la pensión y el dinero del finiquito puse un estanquillo. Lo estuvimos trabajando toda la familia. No más no dio. De un día para otro, perdí el sentido de la vida.
Despertaba diciendo: no puedo, no puedo, no puedo.
En el hoyo más negro de la depresión. Mi carnal mayor, contador de carrera universitaria, hizo un plan de pagos y liquidación para los proveedores. Dio la cara y cerró el inventario. Bajó la cortina.
—Te recomiendo flaco termines la secundaria, ocupes tu mente en algo productivo, dales un ejemplo a tus hijos de superación personal— me sugirió.
Siempre fui cabeza dura. Nunca me entró la matemática ni el español. Ya de viejo, volver a la escuela con los morros, no es lo mío.
Nos separamos mi mujer y yo. Ella se llevó a los hueros a la casa de sus padres. A vivir de arrimados. Eso vino a ensuciar el mar de la reconciliación. Dejé de volar en la ilusión de la vida en pareja. Ya no me dieron ganas de seguir viviendo. Perdí la brújula con la ausencia del afecto. Después del divorcio mi exesposa mal aconsejada por un abogado de pacotilla, con la ayuda de mis hijos, se apersonaron en el domicilio. Llamaron a la fuerza pública.
Llegaron dos granaderas para resguardar el orden público. Desde el segundo piso los estuve siguiendo mientras intentaban abrir los candados. Me daban un chingo de risa. Se la van a pelar, esta es mi casa, la compré y terminé de pagar antes de casarme, de morro, cuando me salí de la casa natal. No entra en la sociedad conyugal.
Los policías me dieron la razón.
Me mentaron la madre mi exesposa y mis cuatro hijos. Se fueron encabronados en el ecotaxi del abogado, con las manos vacías.
Volví a frecuentar las amistades de la niñez en la colonia Bella Vista. A beber con los cabrones. Deprimido y alcoholizado todos los días. Deliraba. A veces era un agente de tránsito dirigiendo el flujo vehicular por la calzada Madero, otras llegaba hasta la reja abandonada de la fábrica como si entrara a trabajar. Me quedaba esperando el sonido del silbato.
Estuve internado seis meses en la casa de la risa de la Buenos Aires. Los doctores lograron estabilizar con un tratamiento progresivo de antidepresivos. Me quedé sin alma. Se me murieron todos los sentimientos. Caí una vez en el penal del Topo Chico. Estuve preso un par de años por un mal entendido. Acusado de causar un incendio inexistente. No fueron para visitar. Ni pagar la fianza. El infierno del centro de readaptación social te hace valorar la libertad. Fue la mejor cura contra el bajón. Liberado por desistimiento de la parte acusadora, regresé a mi casita. Con dificultades la fui levantando de nuevo. Renté la parte baja como consultorio de las farmacias similares.
—Ya volví— le dije a mis carnales —resucitó el muerto social.
Organizaron la carne asada y los discursos de buena voluntad.
Nunca tomo más de dos caguamas o dos micheladas grandes cuando vengo a bailar aquí en la Pantalla. Si me empedo los malandros de la colonia me apañan. Dan vajilla o te madrean por puros puntos.
Disculpa voy a pasar al sanitario, ya estoy pasando a retirar al cantón, tengo la vejiga caída y el tirón esta largo para andarse orinando todo el pinche camino. El último camión sale fuera del Merca Juárez a las 12 en punto de la noche. Otro día te sigo contando.