Una bengala al anochecer
¿Recuerdas, amiga, el corto que vimos el pasado viernes? Me impresionó mucho la animación, sí, pero más una de sus frases: “El miedo es algo natural, mientras que el odio se aprende”. Porque es triste, sí, que las dos cosas sean ciertas y las dos apesten. ¿Qué clase de especie somos, si tenemos que temer y odiar a todo y a todos? Cierto: hay muchas clases de miedo y de rencor, pero, a diferencia de los segundos, hay temores entrañables, como los que yo padecía cuando mi abuela me contaba leyendas de fantasmas, indios tristes y tesoros cristeros. Puros miedos anticuarios, ¿a poco no?, pavores que pintaban la muerte como una vendetta para cobrar las cuentas pendientes de la vida.
En la preparatoria, creo, me curé de esos espantos gracias a profes como el Sombras que nos advertían: “No le teman a los muertos, hijos míos, sino a los que siguen vivos”, para darnos a entender que la maldad no se esconde en el Más Allá, sino en el Más Acá, entre los engranes del Capital. Y para combatir a ese enemigo, por fortuna, contábamos con muchos aliados: hermanos de clase, proletarios, o camaradas como esos que nos convocaban para hacer carteles en serigrafía que luego pegábamos por las calles a medianoche, a escondidas de la policía, porque en esos años —a principios de los ochenta— eran más perseguidos los comunistas que los narcos.
Por eso, cuando ingresé a Ciencias Químicas, en agosto del 1983, no dudé un instante cuando la dirección de la escuela —de filiación leninista— nos ofreció un autobús para viajar a la ciudad de México, donde nos uniríamos a una gran marcha para protestar por la presencia del ejército en la Normal Superior. Sin equipaje, suéter ni dinero, me subí al camión y aguanté las doce horas del viaje sin poder dormir, atormentado por la sed y el frío, pero bien dopado por la adrenalina, pues al fin conocería la Gran Tenochtitlán, y no lo haría como un turista cualquiera, no, amiga, sino como un legionario de la clase obrera, haciendo de las calles una fiesta libertaria.
Mi recompensa la obtuve al amanecer, cuando llegamos a una explanada de Ciudad Universitaria, junto con miles de estudiantes que venían de todo el país, en autobuses patrocinados por grupos izquierdistas antes irreconciliables. Como comprenderás, amiga, al primer aroma me enamoró la comida chilanga: los pambazos y las tlayudas, el café y el atole gratuitos que nos sirvieron los organizadores: manjares que engullimos entre sonrisas y bromas, mientras estudiábamos los volantes que nos repartían: hojas mimeografiadas con datos sobre la marcha, las proclamas a gritar, las posibles contingencias y el mapa con las rutas del metro.
Ni cómo sentir miedo o rencor entonces, ante ese despilfarro de amor, fraternidad y revolución. Incluso creíamos que el ejército se uniría a nuestra lucha en cuanto entendiera nuestras demandas. No faltó quien sacara el mezcal o el gallo, pues para cambiar al mundo era urgente que alucináramos a Marx. El detalle más chingón fue el concierto que nos ofrecieron un grupo de folkloristas y otro de rock, para darnos valor antes de salir a la avenida Insurgentes, en caóticos batallones que marcharon hacia el centro histórico gritando “¡Libertad, presos políticos, libertad!”, o bien, “¡Aplaudan, aplaudan, no dejen de aplaudir, que el pinche gobierno se tiene que morir!”
La primera advertencia nos la hizo un helicóptero que nos sobrevolaba a baja altura. No le dimos importancia pese a que algunos de nuestros profes aún tenían frescas las llagas del 68 y del 71, dos movimientos que terminaron en sangre. “Sí, pero los tiempos están cambiando”, me respondió un camarada poblano: “Ahora sí estamos organizados y la gente ya no cree sus mentiras ni las de Televisa”. Y yo se lo creí, envalentonado por la multitudinaria exhibición de alegría, mientras nos acostábamos de pronto sobre el pavimento, cuando la marcha se estancaba, o corríamos en estampida mientras le gritábamos a los curiosos, “¡Pueblo, únete, pueblo, a la carrera por la libertad!”.
Fue una caminata agotadora. Cuando llegamos al Zócalo ya había caído la noche. Fue impresionante ver la algarabía popular bajo la luz ambarina de la urbe: una marejada de cabezas, puños alzados, pancartas y estandartes. El frío empezaba a recrudecerse pero yo no me preocupé por eso, pues la China Roja —un camarada zacatecana que después sería mi novia— me prestó un sarape muy abrigador, decorado con los colores nacionales. Sin olvidar que nosotros, como las langostas, nos calentábamos por contacto, seguros de que seríamos invencibles mientras permaneciéramos unidos.
Aunque ya olvidé los emotivos discursos que oímos esa tarde, recuerdo claramente al trío de huapangueros que subió al templete para motivarnos:
El gobierno de hoy en día
Nos vigila el pensamiento
Uno y uno suman dos
Dos y uno suman tres
¡Gorilita, gorilón, qué feo te ves!
Al terminar la rola, que resultó casi profética, la China Roja me dijo “¡Allá arriba, Matías, allá andan los gorilas!”, jalándome el sarape hasta que levanté los ojos y vi a los militares que se apostaban en el techo de Palacio Nacional. Esa fue la segunda advertencia, supongo, pero entonces ni me enteré, enceguecido por el reflector que proyectaba sobre nosotros su siniestra elipse de luz. “¡Tranquilos, camaradas, no caigamos en provocaciones!”, gritaba el orador en turno, pero su voz se desvanecía bajo el zumbido del helicóptero que nos sobrevolaba entre rechiflas, mentadas de madre y una sola consigna: “¡Nosotros somos el poder, nosotros somos el poder!”.
No sé en qué momento mis horrores de infancia, que yo creía extintos, rompieron su crisálida para renacer fortalecidos. Más que mi propia muerte, me aterró pensar que vería morir nuestra esperanza de cambio social, labrada con tanto esfuerzo. Entre la confusión evoqué de golpe las historias que conocía sobre el 68, cuando la multitud fue acribillada por agentes y paramilitares encubiertos. Y cuando vimos esa bengala que emergía de Palacio Nacional —como una flor de sangre y fuego que desplegaba sus pétalos sobre el cielo parduzco— todos pensamos que la historia iba a repetirse y pronto comenzarían los balazos, las persecuciones, la masacre.
Como fuego en un trigal, el pánico se esparció por el Zócalo y cerca de cien mil manifestantes se dispersaron aullando en todas direcciones. Antes de quedarme solo entre la estampida, escuché muy apenas los gritos de la China Roja: “¡A la catedral, corre a la catedral!”, como si yo supiera dónde estaba. “¡Tranquilos, camaradas, guarden la calma!”, repetía el orador, con la voz distorsionada por las hélices del helicóptero, el lamento de las sirenas y el redoble de mi corazón. Creí escuchar detonaciones, cascos de caballería, motos rugientes, aunque no podía saber si eran reales o tan sólo una alucinación que me inducía el terror, fuera interno o colectivo.
Así extraviado, no pude llegar a la catedral, sino al metro Allende, donde por fortuna me topé con la China Roja y con el Troskyloco, un carnal de Ciencias Químicas, más macizo que un hippie, pero que conocía bien la ciudad. Aunque nos habían cerrado la estación, más delante logramos treparnos por fuera a un tranvía que nos alejó del bullicio sin que el conductor pareciera darse cuenta. Como perros asustados, sin dinero ni manera de pedir aventón, caminamos luego tras el Troskyloco por cuatro horas, casi, hasta que llegamos a Ciudad Universitaria, donde nos esperaban ya nuestros compañeros de viaje, alarmados por nuestra tardanza.
Era casi medianoche cuando el autobús emprendió el retorno, con la tripulación intacta pero silenciosa por el cansancio y por la vergüenza. Porque, como luego supimos, todo fue una falsa alarma. Con la herida aun fresca después de quince años, los estudiantes seguíamos aterrados por los fantasmas del 68, como niños con los cuentos de su abuela. Sin disparar una sola bala, al Poder le bastó una sola bengala para que nosotros, como el perro de Pavlov, huyéramos con la cola entre las patas. Y, como bien sabes, amiga, de la vergüenza al odio hay un solo paso, pero esa noche no lo di gracias a la China Roja, que se sentó a mi lado para compartirme solidaria su sarape.
Dormí en su regazo durante todo el camino, como un cachorro feliz, pero no desapareció mi miedo al Poder, capaz de manipular así nuestra percepción de lo real. Y lo comprobé al llegar a casa, cuando mi madre se mofó de mí: “No te hagas el loco, Matías, en el noticiero de la tele dijeron que no hubo ninguna marcha, ese tal Troskyloco es una mala influencia, ya verás que sí, ya verás”.
Y bueno, amiga, en eso mi madre tenía razón, para qué negarlo, pero ésa es otra historia que algún día te contaré.