Un demonio en Babel (o el viaje dentro del viaje dentro del viaje)
Imagen por Correoppola
Espero, amiga, que no tomes a mal si ahora te presumo mis viajes, sean geográficos, poéticos o psicotrópicos; no tendrías por qué sentir envidia, my dear, y además te lo cuento por una buena causa, como ya verás. Viajar es un placer al que todos tenemos derecho: nadie te amarra los pies para que no viajes aunque sea a la calle, al rancho vecino o al éxtasis alucinógeno. A menos que seas un presidiario, pero incluso así te queda el recurso de leer o de chingarte un buen churro. Eso es lo que hago a diario, you know: metido en mi estudio, leyendo con un café y una pipa de hachís a un lado. Pero leyendo que viajaba me dieron ganas de viajar realmente, de suerte que un buen día alguien me dio una beca para escribir un libro de viajes, y me vi con un pasaje de avión con destino a España, que fue a dónde apuntó la brújula.
A partir de ahí le agarré gusto, ya ves: luego se vuelve difícil parar, sobre todo cuando aprendes a viajar dentro del viaje dentro del viaje. En todo caso, amiga, si vas a la península ibérica, te aconsejo que no cargues libros ni sustancias ilegales: allá nunca faltará literatura, tabaco ni alcohol, si es lo que quieres. Aunque si lo tuyo es aderezarlo con ácido lisérgico (como tu psicodélico servidor), tendrás que arriesgarte un poco más, cargando unas cuantas papeletas, novelescamente disimuladas entre las páginas de alguna novela clásica, como Camino de perfección de Pío Baroja o el El papa del mar, de Blasco Ibáñez. Novelas de cuya templada pureza, fe y tradición católicas, nadie tendrá por qué dudar jamás (por más fosforescentes que traigas los ojos). Y si las menciono es porque esas dos novelas, como verás, me condujeron a las revelaciones lisérgicas que quería compartir contigo.
La de Pío Baroja, concretamente, me condujo a la ciudad de Toledo, un heladísimo día de primavera, año 2012, justo un día antes de que estallara una huelga general en todo el país. Varado ahí por tiempo indefinido, esa noche tuve la fortuna de colarme entre un grupo de turistas académicos, provenientes de Dortmund, Nantes, Buenos Aires, Roma y México, que daban un tour por el sincrético y laberíntico centro de la ciudad, con su asombrosa mezcla de hebraísmo, islamismo y cristianismo. Conducidos por una emérita de la Universidad que pregonaba su perfecta pronunciación castellana, pudimos conocer paso a paso cada plaza, calle o rincón que atravesamos, mientras ella recitaba de memoria un soneto, una décima o un romance del Siglo de Oro, “pues en cada piedra de Toledo hay un poema, una leyenda o una venganza, escrita con sangre”, como si así complaciera mejor el morbo de nosotros, los higiénicos ciudadanos de Babel.
Luego de semejante preludio, al amanecer me atrevía caminar desde mi hotel hasta la Catedral, donde pude asistir a misa (celebrada con ritual mozárabe) y comulgar la primer hostia lisérgica que engullía en el viejo continente. Aunque calculaba obtener el orgasmo óptico cuando viera personalmente El entierro del conde de Orgaz, antes de salir del templo me sorprendió el milagro: esa rara sincronía de eventos físicos y emociones psíquicas que producen la ilusión de lo sobrenatural. Una epifanía pura, que en este caso fue luminosa, pues justo mientras pasaba por el trasaltar mayor, se concentraron los haces de varios tragaluces en el óculo posterior y un rayo de luz, purificado, se filtró entre cúmulos de nubes y arcángeles de piedra para iluminar el famoso “Transparente” de la catedral: un sagrario prodigioso, barroco entre los barrocos, que el arquitecto Narciso Tomé esculpió con mármoles y jaspes, alabastros y bronces, bendiciendo mis pupilas dilatadas con un arcoíris de tonos nacarados: lo eterno inmutable revelado a través de lo instantáneo temporal, tal como lo experimentaban los antiguos adeptos de Eleusis
Pero si conocí dicha luz—dichosa luz— en la más sombría de las catedrales españolas, seguramente fue porque estaba destinado a conocer su opuesto en la soleada fortaleza de Peñíscola, el castillo templario donde se refugió el cismático “Papa Luna”, Benedicto XIII, allá en el siglo XIV, luego de que fuera desconocido como pontífices tanto por Roma como por Aviñón. Una bellísima península a dónde llegué en el otoño de 2017, guiado por lamentada novela de Blasco Ibáñez y por el consejo de una colega sevillana (sí, ésa que siempre te pone jealousy), quien me juró que Peñíscolase volvía un pueblo fantasma a finales de octubre, tal como el que yo buscaba para escribir.
Vaya que acertó. En cuanto me instalé en mi hostal, el esplendor del sol, refrescado por un vino tinto, me aconsejó recetarme un papelito de ácido, lo que me permitió disfrutar uno de los atardeceres más bellos que he vivido jamás. Perola pila se me acabó pronto y cuando volvía a mi hostal se apagaban ya las luces del caserío y la luna llena emergía del Mediterráneo, roja como un persimón. Extraviado venialmente en un laberinto de paredes blancas, sin turistas ni habitantes, apenas empezaba a disfrutar mi soledad cuando una voz surgió de la nada: como si brotara de la murmurante espuma marina, un lamento casi demonía come atrajo con su melancolía a través de plazas y callejuelas que me condujeron al atrio de Santa María, a unos cuantos pasos de la estatua del papa Luna, donde me estrellé de narices con la tenebrosa epifanía que hoy deseaba compartirte.
¿Cómo describir, sin caricaturizar, esa figura que ahí monologaba, al borde mismo del llanto, en todos los idiomas de su universo? Era un hombre joven, de cabellos serpentinos, con un bolso de plástico rojo al brazo; un africano, sin duda, maquillado y semidesnudo como prostituta —o mejor dicho, como el remedo de una prostituta—, que vociferaba al aire un soliloquio, una desgarradora homilía sin esperanza que me erizó los vellos y que hubiera podido grabar, pero que preferí no hacerlo, para no envilecerla emoción. “Oh, madre, oh, miafiglia, oùsont mes filles et mes enfants? Où es-tu, mère?, ¿Cuándo nos perdimos, papá? ¿Estás viva, madre? ¿Cuánto cuestan tus besos, monchéri? Are youthere, really? Whatfuckin’ country isthisshit? Dove mi trovo? Reveilletoi! In qualche momento hodimenticatola mialingua, fathermio?, Reveilletoi, coño!”
Pero, por más que no entendiera sus palabras concretas, me quedaron muy claras su intención, su tristeza, su locura, su furia. ¿Te lo imaginas, al menos? Sin nombre, sin sexo, sin ropa, sin edad, ese travesti africano encarnaba uno de tantos demonios que habitan este mundo falsamente global: un desarraigado que no recordaba sus raíces, ni cuándo perdió a su familia, ni cuál era su lengua materna, ni cuándo terminaría su pesadilla. ¿Sabía acaso que alguien lo escuchaba? ¿Era acaso un actor, un artista conceptual que ensayaba a solas su performance? ¿O era, como yo quise creer, un auténtico desesperado, un inmigrante ilegal que al amanecer sería detenido por alterar los dulces sueños de los turistas?
No lo supe entonces ni lo sabré jamás.
Cuando recuperé la consciencia de mí mismo, el travesti había desaparecido y el sol resplandecía con teatrales oropeles sobre el horizonte mediterráneo. A veces, my friend, sospecho que no fue sino una lucine, inducido en mis neuronas por la dietilamida del ácido lisérgico. Pero luego de mucho pensarlo concluyo que no. Por eso te lo cuento, querida, para que tú también lo sepas: gracias a la estricta confabulación de mis viajes y mis vicios, de Pío Baroja y de Blasco Ibañez, de mis visiones en Toledo y los consejos de mi colega sevillana—es decir, gracias a la mano del destino—, tuve el siniestro privilegio estar ahí, en ese rincón preciso de España, a la hora justa y con la ebriedad necesaria para hacer visible lo invisible. Para conocer en persona al demonio de nuestra era: el travestido y sucio espíritu de nuestro Babel.