Tlatelolco
—Niño, ¿eres estudiante?
Eran las dos de la tarde y había poca gente en Tlatelolco. “Normal un día jueves” según me habían dicho. La plaza era una sábana caliente, un comal donde ardían recuerdos muy viejos. “No dejes el comal prendido porque se queman las ánimas”, dicen en Milpa Alta, quizás refiriéndose a lugares como ése, donde se incendiaron tantos gritos. Unos muchachos de preparatoria tocaban la guitarra en un rincón: alcancé a distinguir la tonada de “Rainy Day Women”, que empecé a tararear: They stone you when you’re there all alone. Una familia se movía en las ruinas prehispánicas que descansaban al pie de un templo colonial. El contraste de estos dos estratos antiguos con los complejos habitacionales le da su nombre al recinto: la Plaza de las Tres Culturas.
Tenía 23 años. Caminaba con Cecilia, mi guía en la Ciudad de México. Me estaba contando que ella siempre había querido vivir ahí. Me preguntó por qué me interesaba la visita. Con cautela, le dije que mi vida estaba ligada a esa plaza, aunque no sabía por qué. No perdí a ningún familiar en la matanza del 2 de octubre; ningún amigo o conocido de la familia había estado siquiera cerca. Aun así, amaba compasivamente a cada uno de sus muertos, y así se lo hice saber a ella, que tomó su cámara y empezó a tomar fotografías, como si quisiera fabricar un tiempo nuevo en cada disparo de su Nikon. Yo también trataba de grabar imágenes en mi cabeza: estaba terminando mi primer libro de cuentos, El espectador, que no publicaría sino dos años después. En éste hablaba de la noche de Tlatelolco, de los desaparecidos, de la matanza monumental que se tramó en aquellas ruinas: nuestra herencia: una red de agujeros, una plaza trazada en sangre. Estar ahí era para mí una deuda literaria además de histórica.
Nos detuvimos en un claro, sobre una tranquilidad que encontraba obscena. Me llegó el rumor, apenas, de un llanto que no se resignaba al olvido, el sonido de un muerto incapaz de tomar venganza (¿cómo puedes vengarte de México?). Me estremeció tanta calma: la poca gente que caminaba todos los días de un lado para otro, que reía, cantaba y nada, nada más que decir en una paz dolorosamente bella. Una paz donde los vivos sonreíamos sobre cadáveres. Me llegó la extraña sensación de estar buscando en una tumba una respuesta que quizás no existía. Caminé hacia el pilar que conmemoraba la matanza. Miré hacia los lados.
Everybody must get stoned.
—Éste es el edificio Chihuahua; de ahí dispararon contra la multitud de estudiantes —me contó Cecilia. Tomaba fotos de la plaza, del edificio, del muro. Me detuve a contemplar el lugar. Luego me fotografió a mí y fue entonces cuando el hombre del pilar me llamó:
—Niño, ¿eres estudiante?
Lo miré con curiosidad. Era viejo. Iba bien vestido, portaba una chamarra vieja del Politécnico Nacional y unos Ray Ban muy bien cuidados. Su apariencia era, en general, pulcra para ser un vagabundo. En todo caso, era el vagabundo más puro que había visto. Le respondí que sí. Mentía, porque apenas un mes antes había desertado de la carrera en Letras Hispánicas.
Me miró, acusante.
—¿Y por qué estás aquí? —preguntó mientras se acomodaba en la sombra de aquel pilar lleno de nombres muertos. El tono de mi respuesta pretendía sonar confiado (por supuesto, resultó pedante).
—Porque algo me dice que si hubiera estado vivo hace cuarenta años yo hubiera estado el 2 de octubre en esta plaza.
Me miró. Más bien me contempló incrédulo, tal vez fastidiado, pensando que yo era en verdad un niño que no sabía de lo que hablaba. Y con toda razón, porque no lo sabía; no obstante, yo creía tanto en mis palabras que el hombre hizo un esfuerzo por creerme también.
—¿Ah sí?
—Sí, estoy seguro —respondí una vez más, acercándome a él.
Se dio una palmada en la rodilla. Sonrió ligeramente y luego hizo una señal para que me sentara a su lado. Pronto, sin quitarse los lentes, empezó a hablar.
—Ayer me llevaron a la cárcel, niño, por pelear con un guía de turistas. Pero no pude evitarlo, porque no dejaba de contar malditas mentiras.
Me senté junto a él. Lo miré con atención y eso debió de darle confianza (siempre suelo mirar con atención). Empezó a describirme cómo era Tlatelolco décadas atrás. Cecilia y yo, solos bajo el terrible sol de las dos y media de la tarde, contemplábamos cómo regresaba el tiempo. Ella siguió tomando fotos, me quedé callado y pensé en la vida y la muerte.
—…mentira tras maldita mentira, los disparos no empezaron en el edificio Chihuahua, salieron de allá —señaló con el dedo—, de la esquina del templo… otra maldita mentira, nosotros no incendiamos la puerta de la iglesia, la incendió el ejército para que no pudiéramos entrar…
Conforme hablaba, yo vi la plaza llenarse de mentiras, de malditas mentiras que eran balazos disparados desde el edificio Chihuahua hacia todas partes.
—Yo caí en ese punto, niño —señaló un espacio a no más de 15 metros de donde estábamos—. Me recogió Cuitláhuac. Era un muchacho pobre, de buen corazón. Quería ser Presidente de la República. Corrimos hacia el edificio Chihuahua, y una bala le desbarató los sesos. Y ahí quedaron, niño —señaló un punto a nuestra derecha, apenas a unos pasos de nosotros—. Ahí quedaron sus sueños, regados y hechos charco en el suelo —carraspeó. Luego miró hacia el cielo y habló de nuevo, pero ahora su voz no iba dirigida a mí—. A veces me paro en ese pedazo de cemento y me quedo viendo el piso: ¿será que algún día lograré entender, detrás de la losa que ya cambiaron, bajo quién sabe cuántos años de polvo y pasos nuevos de gentes nuevas, la muerte vieja de mis alumnos?
Sentí que mi cuerpo se iba arraigando al pilar. Sentí también ganas de abrazar a aquel hombre a quien apenas conocía. Me pregunté si de verdad se quedaron ahí, si los sueños de Cuitláhuac se habían evaporado con la sangre o si habían viajado con aquel señor para que me los contara a mí y yo se los contara a alguien más, en una larga cadena que salvara la Historia de mi país. Me pregunté si no estaba respirando sueños en ese momento preciso.
—Hay quien viene y me pregunta si valió la pena, niño, me preguntan si aquellas muertes y aquel día valieron la pena. Y te digo aquí, a ti que estás chavito, que no. Me da vergüenza ver que vivimos en un país de gente que se levanta todos los días a hacer lo mismo de ayer, porque se olvida de su historia y de sus muertos, porque se olvidan de la esperanza…
Y la palabra gente, a la cual yo pertenezco, me mordió el espíritu como una pinza eléctrica en el escroto de los presos políticos, como un balazo en la cabeza de Cuitláhuac, como un desaparecido.
Cecilia nos tomó más fotografías. Me batí con las ganas de llorar viendo a aquel hombre que rabiaba por sus muertos, por su familia perdida, desaparecida en el tiempo.
—¿Sabes, niño, lo que es llegar a tu casa después de treinta años en la cárcel, y ver que está convertida en un estacionamiento?
No. No lo sabía. Espero no llegar a saberlo.
—Yo soy lo que queda del ingeniero Carlos Beltrán, niño. Dicen que me morí en el 68. Si ves el pilar, ahí a medias está mi nombre. Era profesor del Poli. Daba clases de Física. Me arrestaron el 2 de octubre y me pasaron a Lecumberri en diciembre. Estuve cambiando de cárcel durante 25 años hasta que en el 94 me pasaron a las Islas Marías. Al contacto con el sol, me dio cáncer de piel. Ahora estoy en etapa terminal. Me voy a morir pronto.
They’ll stone you when you are set down in your grave.
Empecé a temblar. Temblaba también el aire sobre el comal de la plaza.
—Me preguntan, niño, si valió la pena. No. No valió nada. Pero sé que si volviera a aquel día en esta plaza, lo volvería a hacer. Exactamente lo mismo. Luchar por mis convicciones, porque un hombre sin convicción es inútil para el mundo.
No supe qué decirle. No sé aún si había algo correcto que decir. (Suele ser el silencio la mejor respuesta ante la muerte.) No pude dejar de preguntarme por qué ese viejo ingeniero estaba dispuesto a morirse tantas veces por sus ideas y me dio mucha vergüenza no tener esa fuerza. Supe que admiraba sinceramente a aquel hombre, como a un hermano de patria. Supe también que algo había surgido de esa vergüenza. Algo se había operado en mí. Se lo conté a Milico exactamente seis años después de aquella tarde en Tlatelolco: que fue en ese momento cuando decidí el nombre de mi primer libro de cuentos. Que en ese momento supe que era yo un espectador de nuestro tiempo, como aquel hombre había sido el espectador de aquella noche y de quién sabe cuántas noches respirando la soledad del mundo.
—Niño, cuando tengas tiempo y vengas a la plaza, tráeme algo de comer. Yo vivo aquí en la plaza, ya no tengo a dónde ir.
El hombre me abrazó y empezó a llorar. Le respondí con el mismo entusiasmo. Entendí que quizás ese viaje a México, esa huida de la universidad, esa búsqueda en la capital, era un pretexto para que yo me encontrara precisamente en aquel momento y en aquella plaza, abrazando a un anciano que cargaba sobre sus hombros el peso más injusto del México moderno.
Eran las tres de la tarde en Tlatelolco. Ceci me llevaría de regreso al resto del Distrito Federal para ser devorados por alguna calle. Cuando me despedí de la plaza ya no hacía calor.
Mientras me alejaba del monumento, escuché que me gritaban:
—¡Hasta la victoria siempre, niño!
Hasta la victoria, pensé.
Siempre.