Pan de Muerto
El joven interno se preparaba para hacer la ronda matutina intrahospitalaria. Con taza de café en mano, se acerco hacia el mostrador donde se encontraban las enfermeras en turno y los expedientes médicos. Todo parecía tranquilo en el departamento de medicina interna a esa hora de la mañana. En un par de minutos cumpliría veinticuatro horas de guardia pero aun le faltaban doce más para completarla.
¡Que guardia!, pensó. Y es que la noche anterior había atendido el llamado expreso de un infartado, dos traumatismos craneoencefálicos y una mujer con ataque de ansiedad, la cual le había parecido atractiva. Paso escalonadamente con los dedos cada una de las carpetas metálicas, la mirada concentrada siempre en la parte frontal que anunciaba el diagnostico del paciente en cama. Hasta ese momento ningún caso le había parecido interesante. Y es que el lector debe de saber que los estudiantes de medicina tienen una fascinación por las patologías más extrañas del mundo. De pronto se detuvo. Acerco su cara y entrecerró los ojos para observar detenidamente la etiqueta del expediente. Diagnostico clínico: cirrosis hepática en fase terminal.
Decidió hechar un vistazo a la historia clínica. Tomo el expediente colocándolo debajo de su axila, dio media vuelta y se dirigió hacia el cuarto de estudio y redacción. Llego a la vieja mesa de madera en la cual reposaban un par de maquinas de escribir Olivetti, dos tomos de anatomía, y el Harrison’s, la gran biblia de medicina interna. Vio un espacio libre en uno de los extremos, dejo caer el expediente y a un lado del brebaje amargo y frío que tanto le encantaba tomar por las mañanas. Acerco la incomoda silla, se sentó dejando escapar un rechinido al momento que sentía como se vencían las cuatro patas dando la sensación de caída inminente. Falsa alarma. Todo bajo control. Ese pulso adrenérgico lo hizo despabilarse un poco de la fatiga. Abrió la carpeta y comenzó a leer.
Nombre del paciente: Miguel Cervantes. Edad: 54 años. Nacionalidad: Mexicana. Diagnostico clínico: Encefalopatia y cirrosis hepática secundaria a alcoholismo. Tiempo de evolución: 10 años.
Se reclino hacia el respaldo y libero una larga exhalación dejando caer sus brazos a los lados. Sabía que el pronóstico de la enfermedad era grave, a menos que consiguiera un trasplante compatible. Busco el teléfono a su alrededor. Tomo el auricular y comenzó a marcar la extensión del departamento de gastroenterología. Una voz grave y carrasperosa contesto.
– ¡Buenos Días! Dr. Uriba a sus órdenes – se escucho pausadamente.
– ¡Buenos Días! Soy el médico interno Martínez y llamo para pedir información acerca del paciente con numero de folio 1217.
– Permítame un minuto mientras ingreso al archivo, doctor.
– Si, espero, muchas gracias.
Se escucho un largo silencio del otro lado de la línea, en ese momento comenzaron a ingresar mis otros compañeros internos. Mientras yo los observaba detrás del ventanal opaco del cuarto. Eran las 8 en punto.
– “Listo Dr. Martínez. ¿Que información desea?”- pregunto con propiedad.
– Me gustaría saber si Don Miguel se encuentra en la lista de trasplantados.
– ¡A veeer! déjeme ver!. ¡No! No se encuentra, doctor.
– ¿Puede indicarme la justificación?
– No es candidato inmediato- respondió tajante.
– ¿Que significa eso doctor?- Pregunte dubitativo.
– Delante de el se encuentran pacientes jóvenes y con mayor prioridad medica.
– Comprendo.- Dije aturdido por la injusticia que se cometía.
– El doctor. Flores es su medico tratante y puede especificarle con mayor detalle el tratamiento medico establecido.
– Si, he leído las notas del doctor y ha especificado con detalle el manejo del paciente.
– ¡Perfecto!. ¿Alguna otra cosa en la que pueda ayudarlo interno?
– No, en este momento es todo. Se lo agradezco mucho doctor Uriba.
– Para servirle, interno Martínez – colgó.
Me quede inmóvil, estupefacto ante la sentencia de muerte. Aun escuchaba el molesto tinitus del auricular pegado a mi oreja. Colgué y me volví a sentar. Analizaba el caso hoja por hoja buscando una mejor opción para el moribundo Don Miguel. No la había. Con suerte viviría agonizando otros tres meses o quizá un poco mas. “¡Pero que demonios! Porque los médicos asumimos el rol de seres superiores?”. De pronto una voz suave y delicada me saco de mi letargo existencialista.
– Disculpe doctor. Tiene con usted el expediente de la cama numero 2?
Era Lucia, la jefa de enfermeras. Una mujer atlética de mirada dulce carácter determinante y de la cual estaba enamorado.
– Si, aquí lo tengo. Estaba por terminar de leer las especificaciones del tratamiento, pero puede llevárselo. – respondí con una sonrisa en el rostro.
– Muchas gracias, doctor en un momento se lo regreso.
– No, no es necesario. De hecho estaba a punto de ir a revisar el estado de salud de Don Miguel.
Me levante sin dejar de mirarla, tome mi estetoscopio colocándolo en la bolsa derecha de mi bata y me marche a toda prisa personificando una peliculezca escena de emergencia para impresionarla.
Llegue al umbral de la puerta, percibí el aroma de cloro en el ambiente y el sonido de los aparatos médicos. Asome la cabeza detrás de la puerta y eche una mirada fisgona. La blancura deslumbrante de la habitación resaltaba por los incesantes rayos veraniegos del sol que penetraban. Don Miguel yacia recostado a medias sobre la cama y en su hombro derecho descansaba una mujer vencida por el cansancio.
Entre de lleno. Camine sigiloso unos pasos hacia los aparatos que lo rodeaban. Sus signos vitales parecían erráticos. Mientras observaba líneas, puntos y números en las pantallas, Don Miguel cesaba de respirar por largos periodos de tiempo seguidos de ronquidos estrepitantes, dando la impresión de ahogamiento y desesperación en el observador. Decidí despertarlo para iniciar con la exploración física de rutina.
– Buenos días, Don Miguel, soy el Dr. Martínez.- dije en tono fuerte y moviendo sus pies.
Despertó sobresaltado y aun con la modorra encima dijo:
– ¿Que paso…donde estoy?
– Tranquilo, Don Miguel soy el Dr. Martínez vengo a hacerle su revisión de rutina. ¿Como se siente?
– De la chingada doctorcito. No me ve?. Esta pinche panzota chelera no me deja respirar.- dijo con una sonrisa en su rostro regurgitante.
– Si ya veo, vamos a valorar si podemos mejorar eso. ¿Cuando fue la ultima vez que le sacaron el liquido de la pancita, Don Miguel?
Don Miguel volteo su cara hacia donde se encontraba reclinada la mujer y le dijo mientras separaba su hombro de la cabeza:
– Cuquita, Cuquita, despiértate mujer. El doctorcito esta aquí.
La mujer se quiso incorporar pero se tambaleo hacia los lados y estuvo a punto de derribar el tripié en el que reposaba el suero. Parecía que no había comido en meses. La fatiga se veía en su rostro, el pelo enmarañado dejaba entre ver que no había tomado una ducha en días. La comisura de sus labios aun guardaban restos de saliva espesa.
– Buenos días, doctorcito. Disculpe usted el desorden pero no he salido de esta guarida como en tres días. Pero ya vera que limpiecito voy a dejar ahorita todo el cuarto.
– No se preocupe, Doña. Para eso tenemos el personal de limpieza. ¿Hace cuanto tiempo que no come?
– ¡Uy doctorcito!. Yo como a cada rato aunque me vea así de flaquita. ¡Mire!, ¡mire! aquí en esta bolsita traigo mi panecito dulce.
Eche un vistazo dentro de la bolsa de plástico y se podían ver restos de pan mordisqueado.
– Tome el que quiera doctorcito, ¡andele! ¡Agarre uno que se ve muy desnutridito! – me dijo con risa sardónica y ojos saltones.
Me disculpe justificando que ya había desayunado pero la próxima vez con todo gusto.
– Como le decía don Miguel. ¿Cuando fue la última vez que le sacaron el liquido de su pancita?
Don Miguel y doña Cuquita se miraron el uno al otro. – Hace como cuatro o cinco semanas doctorcito – contesto titubeando doña Cuquita.
– Muy bien don Miguel, creo que tenemos que hacerle de nuevo otra extracción de líquido para que pueda respirar.
– Si, doctorcito. Por eso vengo a que me cure porque siento que me ahogo.
– Muy bien. Le pediré a la jefa de enfermeras que prepare el instrumental para el procedimiento pero antes debo explorarlo físicamente. Por favor siéntese en la orilla de la cama.
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Don Miguel se incorporo dejando caer la piernas que colgaban del colchón como suspendidas en el aire. Me acerque hacia el. Saque mi estetoscopio y comencé la auscultación de su corazón. Dub dub… Dub dub…Dub dub. Demasiado lento y lejano. Ahora los pulmones. Su respiración es casi inaudible. Burbujas como agua hirviendo y silbidos. Su aliento huele rancio. No dejo de observar su edema en los pies. Hematomas en todas sus extremidades. Retiro el estetoscopio y lo guardo. Me acerco a su cara y observo el color amarillento de sus ojos. Le doy la orden para que siga mi dedo índice con la mirada. Nistagmus. Hay daño cerebral.
– Recuéstese por favor, don Miguel. Voy a palpar su abdomen.
Levanto sus piernas con dificultad y echo el cuerpo hacia atrás. Descubrí su abdomen. Era firme, demasiado tenso, como globo a punto de explotar, el ombligo saltón y alrededor de el se translucían las venas como cabeza de medusa.
– Muy bien. Daré las indicaciones para preparar el procedimiento, mientras doña Cuquita hágame el favor y vaya a desayunar a la cafetería.- Le extendí un billete para que pagara su alimento.
– ¡Ay como cree doctorcito! Yo con mi panecito tengo.
– Acéptelo por favor, de igual manera no puede estar presente durante el procedimiento. Son reglas hospitalarias.
– ¡Haa! pues en ese caso, con todo gusto doctorcito. – tomo el billete y se lo guardo dentro del sostén.
– ¡Viejo!, voy a bajar a comer a la cafetería y regreso.
– Si, viejita.
Agarro su bolsa con los restos de pan, se dieron un beso y salió del cuarto.
– Gracias, doctor, espero salir pronto para regresar a atender el changarro.
– ¿Cuál es su profesión don Miguel?
– Soy panadero.- dijo con orgullo.
– En cuanto salga de aquí le preparare un surtido especial.
– Muchas gracias don Miguel, ahora regreso.
Salí de la habitación y di la orden para preparar el instrumental y realizar la paracentesis. Pregunte por Lucia a las otras enfermeras pero nadie sabía de su paradero. Pensé que tal vez había bajado a la farmacia por algunos medicamentos. El paciente no podía esperar así que me apresure y tome lo necesario. Llame a otra delas enfermeras para que me asistiera con el procedimiento. Entramos al cuarto y le di la orden para que colocara un nuevo suero con proteínas. Me calcé los guantes y dije:
– Enfermera, limpie con yodo la zona de punción.
Termino de hacerlo e inyecte la anestesia local en la piel. Espere unos minutos y comencé a pellizcarlo.
– ¿Siente dolor, don Miguel?- pregunte.
– No doctorcito. Esta más dormido que Cuquita.
Reímos los tres. Tome la jeringa perforante y puncione el área aséptica hasta llegar dentro del abdomen. Acto seguido, inserte el catéter a la jeringa y lo conecte a la bolsa recolectora. Comenzó a salir un líquido amarillento viscoso. Fije firmemente el catéter a la piel para que no se desprendiera. Observe los monitores para asegurarme de los signos vitales. Todo parecía marchar bien.
– Listo don Miguel. Todo ha salido a la perfección. Retiraremos este desorden mientras se llena la bolsa recolectora.
– Gracias, doctorcito.
– De nada, en un par de hora podrá respirar mejor. Ahora a descansar.
Sacamos el instrumental de la habitación y nos dirigimos hacia el mostrador platicando en voz baja lo desafortunado del caso. Unos minutos más tarde reapareció doña Cuquita a marcha apresurada. Entro a la habitación y soltó un grito escalofriante.
– ¡Auxilio! Auxilio! Alguien que me ayude!
La enfermera y yo salimos corriendo hacia los gritos cada vez más intensos. Entramos y el piso que antes parecía un espejo, ahora se encontraba inundado de sangre y liquido amarillento. Me paralice. El tiempo se detuvo, todo ensordeció a mi alrededor, las pantallas parpadeaban incesante. No había rastro de signos vitales. Don Miguel permanecía recostado con el cuerpo desparramado semejando al hombre de Vitruvio. Todo era caos, gente corriendo por toda la habitación. Algunos dando órdenes, otros gritando. Doña Cuquita sentada en un rincón apretujando su bolsa con pan, desconsolada. Bañada en un mar de lágrimas. Yo permanecía inmóvil. Me sentía
aturdido.
Apareció en escena el Dr. Flores junto a Lucia. Lo dos le practicaban reanimación cardiopulmonar al cuerpo inmóvil mientras que el resto del personal se movilizaba para inyectarle medicamento. En un abrir y cerrar de ojos nadie se movió, solo se veían los unos a los otros vencidos por la muerte. Todo había terminado para don Miguel. Doña Cuquita jamás volvería a tener restos de pan en esa sucia bolsa de plástico.
Días después me llamaron a la dirección del hospital. Ahí se encontraban todos os involucrados en el caso de don Miguel, incluyendo a doña Cuquita. Ella nos conto que don Miguel sabia lo inevitable de su muerte y decidió quitarse la vida. En varias ocasiones le había dicho, que prefería suicidarse a morir lentamente y ver el sufrimiento que provocaba en ella. Don Miguel había adoptado la bebida y se había convertido en un borracho después de la muerte de su único hijo. Una muerte, me contaron, muy dolorosa. Al parecer el niño de nueve años se levanto un día por la madrugada para limpiar el horno de la panadería y sorprender a su padre antes de que iniciara la jornada laboral. Aun no se explican cómo fue que el horno se prendió dejándolo atrapado adentro e incinerándolo hasta los huesos. Don Miguel dejo escrito en una carta que su última voluntad fuera incinerarlo en el mismo horno. Tiempo después me entere que doña Cuquita vendió la panadería y desapareció de la faz de la tierra. Nunca probé el pan.
Han pasado diez años y aun trabajo en el mismo hospital. Me especialicé en gastroenterología y sigo bebiendo el mismo café amargo y frió por las mañanas. Solo que ahora le he agregado un aperitivo excepcional.
¿Cuál será el ingrediente secreto de este delicioso pan?