Capítulo 7
Explorar por cuenta propia los bosques de Ridley me otorgaba efectos más educativos que cualquiera de las clases que tomara al interior de algún aula.
La botánica, la ética y la lógica -en su extensa y variopinta geografía- se desplegaban a mis ojos sin pasar tergiversadas por ningún intermediario.
Así fue como aprendí a reconocer a cada uno de los muchos pobladores de aquellos parajes, llegando incluso a comprender el vasto idioma de sus trinos y sus ruidos o el mensaje silencioso de sus formas, sus olores, sus colores y sus huellas.
Tendido un día sobre la hierba, mientras Foster dormitaba y el dorado de su pelo centelleaba a la caída de la tarde, comprendí que en el mensaje transmitido por los árboles, que daban protección a aquel instante de reposo, se ocultaba una regla de vida que hice mía desde ese ocaso.
Sé que tal vez aquellas voces no eran ciertas, pero al alma de un muchacho solitario resultaba placentero imaginar que aquellos troncos y follajes mecidos al viento articulaban las palabras que sus padres intentaban transmitir al reducirlo a deslizar un lapicero sobre una hoja de papel o practicar alguna vieja partitura para cello.