Meade, el dedazo, el desaire y el momazo con Javier Duarte
[vc_row][vc_column][vc_column_text]
Llegué tarde porque me quedé dormido; pasaban ya las 6:30 de la mañana y la cita en la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol) era a las 6:00. Los otros reporteros me reclamaron la tardanza con justa razón: “Te pasas. Ahora, de castigo, tú le vas a hacer nuestras preguntas a Javier Duarte si hay chacaleo”. “¡No!, que pinche miedo”, contesté. Así bromeábamos en torno al gobernador de Veracruz.
Era 9 de marzo de 2016, viajamos por tierra desde el Distrito Federal hasta Orizaba, con el equipo de comunicación de José Antonio Meade. Había más reporteros de los que normalmente cubríamos la fuente porque la presencia de Duarte en uno de los actos programados causaba mucho interés, su mala reputación estaba ya consolidada: 10 reporteros veracruzanos habían sido asesinados hasta ese momento (el total de su sexenio fue de 17) y se hablaba de un desvío de recursos del presupuesto en la universidad veracruzana; el gobierno local y la rectoría estaban en pleito.
Desde entonces, a José Antonio Meade le interesaba mucho tener presencia en medios. Cuando llegó a Sedesol, tuvo una actitud completamente opuesta a la de su antecesora Rosario Robles, quien siempre tenía un trato cortante y grosero; no le gustaban las entrevistas ni los reporteros. Meade, en cambio, fue accesible, muy amable, hacía lo posible por conseguir transporte para la prensa en sus giras de trabajo, en las que casi siempre se reunía con algún gobernador, y siempre se aventaba un discurso ante multitudes de beneficiarios de programas sociales. Es decir, estaba ya en abierta campaña por la nominación priista.
[/vc_column_text][vc_row_inner][vc_column_inner width=”1/2″][vc_empty_space height=”50″][vc_single_image image=”12216″ img_size=”full” alignment=”center”][vc_column_text]
Ilustración por Correoppola
[/vc_column_text][/vc_column_inner][vc_column_inner width=”1/2″][vc_empty_space height=”100px”][vc_column_text]
En el año y fracción que dirigió Sedesol, se sacó fotos con todos los gobernadores, pero las que se tomó aquel día de marzo con Javier Duarte lo persiguen hasta hoy en forma de meme por todas las redes sociales, y lo golpean donde más debe dolerle a un candidato presidencial: en su credibilidad. Y eso no es culpa de nadie más que de él; no es creíble cuando dice que le “duele la traición de Javier Duarte”.
[/vc_column_text][/vc_column_inner][/vc_row_inner][vc_column_text]
Meade tiene un sentido del humor irónico cuando platicas con él en corto, sin grabadoras; es paciente para explicar; conoce muy bien los trámites, procesos y cifras de la administración pública; también sabe de retórica; se cuida mucho qué decir y qué no; es experto en dar rodeos; y pienso que es leal al presidente Enrique Peña Nieto (él mismo afirma en campaña que la lealtad es una de sus virtudes). Pero no estoy de acuerdo con sus defensores cuando dicen que “no es priista” y que “carga el pesadísimo desprestigio” del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y del presidente: “Él no es culpable de estar en tercer lugar –dicen- sino que arrastra al corrupto PRI”. Meade no va cargando al presidente ni al PRI, los representa por propio gusto, que es muy distinto. El presidente lo escogió como candidato oficial por ser más amable y bonachón que el antipático ex secretario de Educación, Aurelio Nuño, por tener buena imagen con los banqueros y los empresarios y porque le es más leal que el ex secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, quien estaba construyendo una candidatura sin deberle nada al presidente.
[/vc_column_text][vc_row_inner][vc_column_inner width=”1/2″][vc_column_text]
Antes de elegir a Meade, tuvieron que cambiar los estatutos del PRI para que un ciudadano sin militancia pudiera ser su candidato. Pero, aunque no la tenga, la elección de Meade siguió el método más tradicional del priismo: el dedazo, que -en resumidas cuentas- consiste en que el presidente, por sus tanates, elige a quien lo sucederá y los demás se callan y obedecen; no fue una contienda interna justa ni democrática. El PRI está diseñado para ser un partido de Estado, hegemónico, en una lógica similar a los regímenes comunistas y fascistas –no es exageración-, en el que el Presidente de la República es la máxima autoridad tanto moral como política.
[/vc_column_text][/vc_column_inner][vc_column_inner width=”1/2″][vc_empty_space height=”40px”][vc_single_image image=”12220″ img_size=”full” alignment=”center”][/vc_column_inner][/vc_row_inner][vc_column_text]
En los tiempos clásicos del PRI, la voluntad del presidente se cumplía disciplinadamente de forma lineal y eficiente. Sin embargo, el país ya no es el mismo, la “maquinaria” priista, antes invencible, tiene agujeros por todos lados, es víctima de su propia corrupción y ni las órdenes del presidente ni los recursos bajan hasta las bases. Su famoso músculo electoral ya no es lo que era, está inflado con esteroides, es puro blof. Actualmente el PRI está dividido igual que el país, entre millonarios –que son poquitos- y pobres –que son muchos; los primeros son los dirigentes nacionales y militantes con cargos públicos, mientras que los segundos son las llamadas bases constituidas por ejidatarios, sindicatos de papel y, principalmente, por beneficiarios de programas sociales, quienes están dirigidos casi siempre por caciques estatales y municipales.
En la elección de 2012 los dos tipos de priistas se alinearon para operar en favor de Peña Nieto, motivados por las dádivas y los billetes, pero también por un auténtico y nostálgico sentido de identidad partidista. El recuerdo de aquel PRI, duro pero eficaz, corrupto pero generoso, parecía mejor opción ante el “revoltoso” López Obrador y el ineficiente Partido Acción Nacional (PAN) en el poder. ¿Y qué sucedió entonces? Que, simplemente, Peña Nieto no dio el ancho, se gastó todo su capital político los primeros años con la Reforma Energética, y lo que siguió del sexenio fue un fracaso tras otro. Los cacicazgos locales se dieron cuenta de que el partido ya no importaba mucho, el presidente exigía demasiado a cambio de poco, y a los dirigentes locales les convenía pactar con el mejor postor, como lo venían haciendo desde la oposición, a cambio de conservar su coto de poder. Eso sí, los caciques también se olvidaron de las bases.
[/vc_column_text][vc_empty_space height=”50″][vc_single_image image=”12221″ img_size=”full”][vc_column_text]
Hoy los militantes legítimos del PRI están desmoralizados y enojados, se sienten traicionados por Peña Nieto, les importa poco quién sea José Antonio Meade. Al mismo tiempo, el candidato presidencial intenta deslindarse de la marca PRI, anulando su logotipo en los spots de televisión y reduciéndolos en los anuncios espectaculares. Pero no se deslinda del mal gobierno peñista, lo que es visto como una ofensa por los militantes de hueso colorado. Siguiendo el estilo del gobierno actual, Meade es incapaz de la autocrítica y actúa intentando convencer a otros sin siquiera tener seguro el voto de la base priista. “Busca el voto de los indecisos”, dicen sus apologistas, sin tomar en cuenta que son los propios priistas los que no saben si votar por Ricardo Anaya o por el Peje.
En conclusión, José Antonio Meade perdió credibilidad por mandar mensajes contradictorios: construyó su candidatura al más viejo estilo priista, pero dice ser un candidato sin partido; reniega del PRI, ofendiendo a las bases, pero no se deslindó de la corrupción a tiempo; y sigue siendo parte del gobierno de Enrique Peña Nieto, que tiene el rechazo de la gran mayoría de los mexicanos y que, a estas alturas, difícilmente se quitará el estigma.
[/vc_column_text][vc_empty_space height=”30px”][vc_column_text]
(Edición de textos: Cecilia Olaciregui Ruíz)
[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]