Hermanos

Apenas se había parado frente al ataúd y ya estaba arrepentido por estar ahí. Mejor no hubiera venido, pensó, mientras sentía que sus pies se tensaban, como si se fueran a encaminar por sí solos hacia fuera de la casa, de regreso a la estación de autobuses. «Mamá quería que el cajón estuviera abierto cuando llegaras —le dijo Benjamín—, pero le dije que no tenía caso. Tiene la cara des­hecha, como si no fuera la suya. No me creerías si te contara cómo lo reconocí».

Pablo se quitó la chamarra y la dejó con cuidado en el respaldo de una silla. A esa hora, cerca del amanecer, el funeral estaba tranquilo. No había mucha gente para rezarle a su hermano muerto; los po­cos que quedaban, mujeres en su mayoría, eran parientes o personas muy cercanas a la familia, aunque pudo identificar a un par de mu­chachas que no conocía entre los asistentes. Por un momento había pensado que vería a Olivia en el lugar, pero pronto desechó la idea: ¿qué tendría que hacer ella allí, justo en ese momento?

«Lo mataron a golpes —la voz de su hermano aún sonaba tran­quila—. No sé qué te habrá dicho mamá, pero ésa es la verdad. El doctor me contó que sus heridas no se podían hacer a mano limpia. Le pegaron con palos, piedras, tubos. Lo que hallaron. Lo mataron peor que un perro, esos cabrones».

La madre no le había contado nada aún, no se había dado tiempo para hablar con ella. Qué le iba a decir, ¿que ya todo estaba perdo­nado? Las cosas no eran así de sencillas. Puso su mano en el ataúd casi por compromiso, para reprimir sus ganas de irse; luego, por un momento, quiso descansarla sobre el hombro de su hermano, pero decidió no hacerlo.

«No puedo creerlo —comentó—. Nunca me imaginé que se metería en problemas así». «Es porque hace tanto que no lo veías —respondió el otro, su voz temblaba como si intentara reprimir el reproche—. ¿Qué sabes tú de cómo estaba él en estos tiempos si hace años que no venías?, —hizo una pausa y miró a su hermano de pies a cabeza, como si lo midiera—. Yo sé que es un pueblo de mierda, pero es nuestro pueblo. Mírate ahora: llegaste sin maletas. Te apuesto que no piensas quedarte más que lo indispensable, ¿verdad?».

No supo responder. Era verdad que no había vuelto al pueblo en mucho tiempo. Siete años habían pasado como arrastrándose desde aquella época en que la familia era feliz. Él trabajaba en la capital y regresaba cada quince días a Tlayolan para ver a Olivia, su prome­tida. Entonces los tres hermanos eran inseparables. Si uno se metía en apuros, los otros dos estaban listos para ayudarlo. Si alguna vez surgía un problema entre ellos, encontraban juntos la forma de per­donarse. La gente en el pueblo los respetaba y se podía decir que muchos hasta los querían. Miró por encima de su hombro.

«No quiero que peleemos, mamá está allá atrás y se puede dar cuenta; es por ella que lo digo, y bien sabes que es la verdad. Además, no sé qué te apura, ¿o crees que no conoce los hijos que tuvo? Si ella fue la primera en darse cuenta de que los tres estamos jodidos». Pablo no dijo nada. Se persignó ante el ataúd de su hermano y durante unos minutos se quedó así, quieto, con las manos apretadas y la boca abierta, como si estuviera a punto de decirle algo al muerto.

Hubiera querido decirle muchas cosas. No tenía ganas de llorar, pero no le sorprendía. Ya fuera por el cansancio o por la hora no podía acomodar sus palabras. Ni siquiera supo si lo que sentía era coraje. ¿Le tendría odio todavía? No podía saberlo. Lo que sentía era una clase de satisfacción desagradable que no podía contener. Cuando se dio cuenta de que había pasado un buen rato quieto, con aquella mirada impropia sobre el ataúd, se persignó otra vez y fue a sentarse junto al hermano.

Benjamín tenía razón, no quería quedarse más tiempo del nece­sario en aquella casa. No era cosa de la familia. Bien podía recibir a su madre semanas enteras en su departamento en la capital, las veces que ella quisiera, aunque siempre que lo visitaba le hablaba del perdón, que ya era tiempo de que volviera al pueblo, y él fingía escucharla siempre. Lo mismo hubiera recibido a Benjamín, aunque él nunca quiso visitarlo. Pero venir a Tlayolan, venir a esa casa era otra historia. Aunque Juan ya no estuviera vivo.

«No me hagas caso —le dijo Benjamín, como zanjando el asun­to—. A mí me pesa más porque de un tiempo acá, Juan fue lo más cercano a un padre que tuve. Cabrón y todo era así, paternal. Y había cambiado. Si lo hubieras visto —intentó reprimir una sonrisa—, la jefa se vino abajo cuando te fuiste, y él la sacó adelante. Le costó meses, después de lo que pasó… Pero poco a poco anduvo otra vez como si nada. Y no lo tomes a mal, digo como si nada porque me sorprendió que anduviera bien otra vez. Todo gracias a él. Era bue­no el Juan con las mujeres, tú sabes…». Pablo intentó ignorar las últimas palabras, pero no fue capaz. Que bueno era su hermano muerto con las mujeres. Bueno era decir poco. Desde que se hizo muchacho empezaron a buscarlo. Y no sólo las muchachas de la edad; a veces llegaba de madrugada a la casa, siem­pre a escondidas y ellos lo esperaban ansiosos para que les contara de sus visitas nocturnas a las vecinas o a la viuda de la abarrotera o a la tía Susana. Era para reírse de veras, y la situación no cambió con los años. «Tengan cuidado con sus novias», les había dicho una vez, entre risas, «no hay muchacha seria ya por estos rumbos». Y ellos le tomaban la palabra porque era el mayor y creían en él.

El día que Pablo le presentó a Olivia, Juan hizo una mueca extra­ña. Durante todo el día la estuvo mirando de reojo, desconfiado. Y más tarde esa noche le dijo «esa morra me da mala espina, Pablito». Él estaba enamorado, y ese comentario causó problemas entre ellos, incluso dejaron de hablarse unas semanas. Aun así, la siguió llevando a la casa para que se acostumbrara a su familia. Con el tiempo Olivia se fue aclimatando y empezó a visitar a la madre de Pablo mientras él estaba en la ciudad. En su casa todos aprendieron a quererla, y él la escuchaba contento en el teléfono, mientras la distancia hacia su familia se acortaba. «Me recibió tu hermano Juan, muy amable», le dijo una vez. Olivia. Tan dulce ella. Cada quince días volvía a casa sólo para ver que las cosas marchaban cada vez mejor. En fin, tiempos felices.

«La verdad sí quisiera verlo —le dijo a Benjamín—, verlo un momento, no más para acordarme de él». «Ya te dije que no tiene caso —respondió el otro, como si adivi­nara sus pensamientos—. Pero no te apures. Sí es él».

Sintió la mirada de su madre y volteó hacia ella, para sonreírle. Tenía los ojos hinchados y le regresó una sonrisa que lo incomodó. Las madres le lloran hasta al peor de los hijos, pensó. Le parecía tan pequeña, tan libre de culpas. Luego volteó a ver el cajón, las coronas de flores que perfumaban el cuarto de ausencias. Juan se había muerto y él no sabía qué sentir con eso.

Se levantó y quiso acercarse nuevamente al cajón, pero sintió que Benjamín lo jalaba del brazo. «Vamos afuera —le pidió—, necesito aire». Y se fueron juntos. Mientras salían, una vecina cuarentona se in­clinó hacia ellos: «Mi más sentido pésame muchachos». «Váyase mucho a la chingada —murmuró Benjamín—. Gracias por estar aquí— dijo».

Cuándo se había deteriorado la relación. Nunca lo supo. Un sá­bado llegó a casa de Olivia como siempre y ella no quiso salir. Ni siquiera se asomó a la ventana para saludarlo. Y esa misma noche, luego de mucha insistencia, la muchacha salió, mirándolo con una mezcla de miedo y vergüenza que él no supo interpretar. Estaba muda y distante, como una isla extraña. Los dos hermanos penetraron en la noche. Afuera de su casa, la oscuridad temblaba como el humo de las chimeneas. Caminaron un par de calles hacia una dirección conocida. A un par de kilómetros estaba el panteón municipal. Allá te van a llevar mañana, Juanito, pensó, con amargura. Pablo titubeaba cada par de pasos. Pensó en su hermano muerto y sintió una ligera molestia en el pecho. Benjamín se detuvo.

«Se metió de narco, no sé si supiste. No tenía caso, la verdad. Ganaba bien en el trabajo. Pero se la contaron bonita y se fue», por primera vez Pablo notó un ligero temblor en la voz de su herma­no. «Claro que mamá no quería, “ve lo que le pasó a Chencho, al hijo de los Maldonado”, le decía. Y había muchos ejemplos en el barrio. Cosas feas en serio. Pero hablando bonito supo culebrearle al asunto y convencer a mamá para hacer lo que quería. Siempre fue así».

«Eras bueno para convencer a las mujeres, Juanito», recordó Pa­blo, molesto, mientras intentaba no acordarse del cabello de Olivia, su talle que se fundía con sus brazos cuando la sostenía. Un par de cuadras más adelante estaba su casa, pero ella ya no vivía allí. Se había mudado también, o la habían obligado a mudarse después de aquello. No lo sabía de cierto.

Como una isla extraña. O peor, ajena. Así sintió a Olivia en aque­llas últimas semanas. Los reclamos no tardaron en venir. Los ru­mores de las vecinas. Que por qué va tanto Olivia a casa de Pablito si él nunca está por acá. Que una buena muchacha no debe andar en la calle tan tarde. Que está bien encariñarse con la familia, pero anda muy pegada con Juanito. Todos los rumores le llegaban a él, porque así era el pueblo. Pablo había intentado no reclamarle nada a ella porque, después de todo, no le veía el caso. Era su hermano. Su sangre. Pero los celos empezaron a morderlo, y en pocas semanas no tuvo duda de que los cuchicheos tenían algo de verdad.

Ahí empezó la locura. Qué difícil era esperar en Colima a que llegara el fin de semana para volver a Tlayolan. Qué difícil se le ha­cía dejarla sola. O peor, dejarla y que no estuviera sola. Y cuando la veía los gritos, los reclamos, las malas habladas sobre Juan. Eras mi hermano, cabrón, pensó. A su lado, Benjamín pateaba piedras que yacían en el pavimento. «Dicen que lo mataron por faldas. Le encantaba meterse en pleitos de ésos», le dijo sonriendo ligeramente. Era una sonrisa de cómplices, que Pablo conocía bien. «Según me contaron fue por la Mariana, ¿te acuerdas de ella? Andaba de chula con un sobrino del Moro, un tal Pepón. Y pues no se la perdonó a Juanito. En fin, ma­ñana no faltará quién te cuente de camino al panteón. Sí te quedarás al entierro, ¿o no?». No respondió. Pronto, Benjamín reanudó su marcha, pero avan­zó muy lentamente. Pablo caminaba junto a él, fingiendo no poner atención a las calles. Sus pies avanzaban solos, impulsados por una vieja memoria. «No lo encontramos rápido», siguió Benjamín, a los pocos pa­sos. «Anduvo desaparecido por semanas. Fui de casa en casa con sus conocidos, sus nuevos amigos. Pero nadie me dio razón de él. Pronto le dije a mamá que no tenía caso buscarlo, porque ¿dónde lo íbamos a hallar?». Se detuvo y miró a su hermano a los ojos, en busca de aprobación. «Pero ya conoces a mamá. Pegó papeles en los postes, mandó fotos a los periódicos, habló a la radio. Fueron semanas horribles. «No sabía nada de esto…». «Claro que no. Yo le dije que no te hablara. ¿Para qué? Y ella también lo entendió, aunque al principio le costó trabajo», por un instante parecía que iba a detenerse, pero en lugar de eso aceleró la marcha. «No tenía caso llamarte».

A lo lejos pasó un cortejo de sombras. Iban todas juntas, como una procesión. Las vieron hundirse en las calles silenciosas. «Por fin alguien nos dijo que en Guadalajara estaban convo­cando gente para que fuera a reconocer cuerpos al SEMEFO. Le dije a mamá que teníamos que ir, pero todavía me tomó unos días convencerla». Hizo una pausa, miró una puerta familiar. «Oye, por aquí vivía Olivia, ¿o no?» Le soltó, pero Pablo no quiso escucharlo.

Luego de mucha insistencia, fue ella la que se lo contó todo. Casi sin dejar detalle por fuera. Y él le prometió que no haría nada, hasta le dijo que la entendía. Ella sola, y tan bonita. Se lo dijo porque la quería, porque también quería a su hermano. Y en verdad no tenía pensado hacer nada. Mejor se iría del pueblo: que pasaran los meses y luego los años. Y ya todo olvidado. Sí. Así debía ser. O eso pensaba entonces, mientras ella abría la boca para desbaratarle la vida y él se convencía de que no haría nada.  Sólo se iría, se dijo todo el camino de regreso a su casa. Se iría para no volver, repitió. Por eso se sorprendió tanto cuando entró de golpe a su casa buscando a Juan, pistola en mano, amenazando con matarlo. Y lo habría matado si su madre no hubiera estado ahí para detenerlo. Hincada frente a él, su pobre madre, ignorante de por qué estaba pasando aquello. Juan atrás de ella, callado, con los brazos caídos esperando el balazo. Ni siquiera intentó defenderse.Lo habría matado de veras. Pero bajó la pistola y se fue. Así, hin­cada, la madre lo vio desaparecer por la puerta. Luego empezaron las habladurías. Todo el vecindario lo vio recorriendo la calle, gritan­do que no quería ver a Juan nunca. Aún peor, que si se lo encontraba alguna vez lo mataría. A su hermano. Eran unos muchachos todavía, pero Pablo hizo la promesa en serio. No había vuelto al pueblo y quizás le habría tomado más tiempo volver, pero la muerte de Juan había cambiado todo. «Eras mi hermano», quiso decir, pero las pa­labras colmaron su pecho. El tiempo había corrido lento, pero había corrido lejos. ¿Le importaba aquello todavía? Al pueblo sí. Cuando regresó a casa su madre, antes de saludarlo, le habló otra vez del perdón.

Una palomilla pasó volando frente a él y se alejó con breves ale­teos en dirección al farol de la calle. Pablo pasó de largo sin mirar la fachada y caminaron en silencio por un rato.

«Luego de convencerla tuvimos que juntar el dinero para ir. Les pedimos a los vecinos porque sale caro el viaje, y como sólo Juan trabajaba…», el rostro de su hermano se ocultaba tras una sombra, «Puerta por puerta, ¿te imaginas? Puerta por puerta dando explicacio­nes de para qué queríamos el dinero». «Me lo hubieras dicho. Yo te habría dado… yo…» Benjamín lo miró fijamente y Pablo pudo descifrar su rostro con facilidad. Le ganó el silencio. «No me vas a creer cómo lo reconocí. Como te dije, casi no le quedaron rasgos en la cara. Se la hicieron pedazos. Pero en cuanto me metí al SEMEFO vi su pie, resaltaba bajo una de las mantas ésas con las que cubren los cuerpos. Te lo juro. «Ése es», les dije, no más entrando. Y aunque no me creyeron al principio, pronto vieron que estaba todo en orden —carraspeó—. Por su pie lo reconocí».

Pablo se rascó la cabeza y se asomó al cielo estrellado. Hizo un esfuerzo para no recordar a Olivia, sus cabellos castaños que caían sobre su rostro como una bendición. Aquella fue la última noche que la vio. Un par de años después, alguna prima metiche le dijo que se había embarazado, que Juan la había embarazado y la había dejado sola. Por eso la familia se la había llevado del pueblo. Pero él ya no quiso saber más. Después dejó de pensar en ella. Se hizo otra novia. Fue feliz. Pero ni así volvió al pueblo, y no sabía por qué si ya ni si­quiera podía recordar su rostro. Sólo ahora que estaba de regreso la veía otra vez, claramente.  Entraron a un parque. A su lado, sintió que el cuerpo de su her­mano empezaba a palpitar. Lo tomó del brazo y lo condujo a una banca cercana. «Lo mataron a palos, Pablo, peor que un perro —Benjamín ca­rraspeó quedamente—. Le conté a mamá que el doctor me dijo que no le había dolido. Pero fue mentira. «Debió agonizar por horas», eso me dijo el doctor —agregó, tallándose los ojos con el dorso de la mano—, debió agonizar por horas antes de que lo salvara la muer­te. Y ni cómo pasarles la cuenta a esos cabrones. Dime tú, ¿cómo? ¿Quién la va a pagar?». Pablo asintió y lo acompañó en silencio. Ahora veía lejos aque­lla muchacha, aquel hermano, aquella noche. Era una chiquilla, de veras. Ellos también, chiquillos. ¿Por qué había odiado tanto a su hermano? ¿Por qué tanto tiempo? «Yo también quise madrearlo cuando me dijo lo de Olivia, Pa­blo —la voz de Benjamín sonó otra vez clara— ¿crees que no? Por­que me contó todo cuando tú te fuiste. Pero sabes qué, cuando le quitaron la sábana y lo vi, molido por la muerte, pensé que quizás hubiera sido mejor que le dispararas. Al menos así no hubiera muer­to peor que un perro». Pablo no respondió nada. El viento helado jugaba con sus cabe­llos y caminaba por sus mejillas, acariciándolo. Puso su mano en la espalda del otro y quiso consolarlo, pero no encontró nada bueno que decir. Juan estaba muerto. Y aquella verdad llenaba la noche, y todo lo que había pasado era más pequeño, insignificante junto a esa muerte definitiva, que ya nunca le permitiría perdonar nada. Cerró los ojos. «Voy a venir más seguido», dijo «verán que ya nunca estaré…». «Ya amanece», lo interrumpió el otro. «Volvamos a casa. Te quedarás a cargar el cajón, ¿o no?». Pablo se levantó de la banca y miró a su hermano. Le dio un par de golpecitos en la espalda y se alisó el pantalón. «Claro, me quedaré», respondió, mientras lo seguía de regreso a casa.

La luz de las farolas se pintaba en su rostro como una nueva mañana.

Cuento publicado en el libro Me negarás tres veces, Puertabierta Editores, 2017.

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Hiram Ruvalcaba

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