Aiko Fujimori

Aiko Fujimori

(Relato ganador del primer concurso nacional de cuento El coronel sí tiene quien le escriba; Bogotá 2018)

Nunca olvidaré la temporada de lluvia de 1997 cuando el señor Fujimori habló por primera vez de su mujer.

I

Pocas cosas se sabían acerca del señor Fujimori. A pesar de ser el dueño del edificio, y ser bien conocido por su labor como administrador del mismo, nadie podría afirmar nada sobre su persona. No obstante, salieron unas cuantas conjeturas al respecto. Los residentes más veteranos se atrevían a insinuar que el hombre había perdido la cordura a causa de su fallido matrimonio, sin mirar atrás, dejó el Japón y compró un edificio residencial en Bogotá. Por el contrario, los menos osados, entre ellos mamá, creían que no era más que un viejo sin familia, por lo cual tenía este edificio para aminorar, en gran parte, su soledad. Pero el señor Fujimori parecía todo menos un hombre solitario y perturbado.

Se podría decir que su presencia le quitaba el sueño a más de un residente en la noche. No era para menos. El señor Fujimori cargaba con él un aire de absoluto secretismo y sus acciones no lo negaban. Pasaba sus días sentado en la banca enfrente del edificio, mirando fijo el asfalto, siempre vestido con un traje negro de pies a cabeza, que alternaba los nueve de cada mes con un kimono negro. Los vecinos que solíamos pasar por aquella banca no nos atrevíamos a interrumpir su silencio. Incluso, cuando el autobús de la escuela llegaba al paradero, sentía en mi interior una creciente alarma ante una posible reacción del señor Fujimori, pero él, en cambio, no parecía darse cuenta ni de lo uno, ni de lo otro. Muchas noches tuve la intención de acercarme y preguntarle la razón de tal comportamiento. Sin embargo, antes de que logrará acumular el valor suficiente, él dejaba la banca. Naturalmente le pregunté a mi madre si alguna vez había mantenido, por minúscula que fuera, una conversación con él. Ella me explicó que el señor Fujimori no hablaba con nadie, a menos que fuera absolutamente necesario, incluso prefería que todo fuera dicho por escrito, y él respondería la misiva un par de días después. Para comprobar aquello, empecé a saludarlo todas las mañanas en el paradero del autobús.

Lo intenté varias veces. Pero el resultado fue idéntico a la primera vez. No movió su boca y tampoco retiró los ojos del asfalto. Yo, al igual que el resto de los vecinos, me estaba acostumbrando a esa peculiar –por llamarlo de alguna manera– actitud del Señor Fujimori. Sin embargo, un día, que parecía como todos los demás, el señor Fujimori me habló. Yo llegué al paradero a la hora habitual. Lo vi de reojo, pero no le saludé como de costumbre. De pronto, me dijo: «Un hombre, si en verdad lo es, no lleva los zapatos sin lustrar». Acaso tenía el tenis embarrado por el partido de fútbol de la semana anterior. Tanta era mi sorpresa que no fui capaz de decir siquiera algo. Subí al autobús y, como si no hubiera dicho nada, el señor Fujimori volvió a su asunto.

Antes de aquel día, no me había cuestionado la presencia del señor Fujimori. No se percibía en él la falta de orden. Tanto así, que quien no lo conociera no dudaría en suponer que es un hombre de buen proceder. Sus trajes negros, a la medida, no daban lugar a ninguna arruga. Las camisas seguían el ejemplo de los zapatos, andando sin manchas. Su cabello, ya cubierto por la edad, mantenía su lugar como si su madre lo hubiera peinado por él –tal como mamá lo hacía por mí.

II

Al contrario de lo que cualquiera pensaría, el señor Fujimori no pertenecía a ese tipo de naturalezas amargas. Después del comentario de esa ocasión, creció entre nosotros una especie de trato implícito. Él dejaba que me acomodara al otro extremo de la banca para leer. En un comienzo, dudaba que notara mi presencia, pero cuando lo hizo, sólo acertó a decir: «Sólo un hombre con un libro en su bolsillo podría acercarse a su esencia». No entendí muy bien su comentario al principio –pero eso es otro tema que no viene al caso–. La cuestión es que, si bien no hablamos mucho, no necesité de palabras para entenderlo. Si el señor Fujimori quería que me sentara a su lado, él limpiaría la lluvia de la banca, y si no, dejaría el trabajo tal cual lo dispuso el cielo.

Así pasaron varios días antes de la llegada del autobús. Hasta que, en una oportunidad, me encontré preguntándole por el Japón. «Debe ser primavera. Seguramente las flores de cerezo están cayendo», dijo. Y advertí que, aún con su rostro un poco colorado, no perdió la tranquilidad de sus facciones, entonces, me aventuré a preguntar de nuevo: «¿Y está allí su mujer?». El señor Fujimori se caracterizaba por la parquedad de su rostro, pero cuando escuchó la mención de su mujer, agachó la cabeza a tal punto de esconder todas sus facciones, sólo dejando libre el mentón brilloso por las lágrimas que se negó a limpiar.

De cualquier modo, la respuesta del señor Fujimori me impidió volver a la banca por un par de semanas. Quizá sentía remordimiento por no haber pensado lo suficiente mis palabras o, quizá sólo despertó en mí lástima por lo triste del resultado. Incluso, evitaba pasar por su lado. Preferí por esos días no agarrar el autobús e ir caminando a la escuela. Cuando volví a la banca –arriba de dos semanas–, el señor Fujimori tenía puesto su singular kimono negro. Este le regalaba un aspecto de memoria perdida. No sabría cómo explicarlo, pero era tan simple como que él no estaba aquí, pero tampoco allá. Observé que traía en sus manos una copa con lo que parecía agua. «¿Ha escuchado hablar del sake, estudiante?», dijo sin mirar a ningún lado, y continuó: «Cuando tomas el primer trago de sake, pero de un verdadero sake, esos que hacen en el ritual las abuelas con arroz, estás listo para ser llamado un verdadero hombre. Es así como entregas tu vida y, con ella, tu lealtad. Juras proteger a tus queridos. Eso es honor. Así es en mi familia». No supe qué responderle al señor Fujimori, pues mamá no me ha dejado probar alcohol –dice que sólo puedo beber después de los dieciocho y, si lo hago antes, será en su presencia–. Pero en verdad quería seguir hablando con él. Así que dije: «¿A qué sabe el sake?».

El señor Fujimori vaciló en su respuesta. Permaneció inmóvil, me miró fijo los ojos, como nunca antes lo hizo, y al final respondió: «No lo recuerdo en absoluto. Debió gustarme mucho pues mi mujer me servía una copa siempre después de la cena. Pero no lo recuerdo en absoluto». No dije nada. Empezaban a caer las primeras gotas. Seguramente ya eran más de las doce. «En Japón el clima es diferente. La primavera se hace esperar y el invierno se respeta. Estos días me recuerdan al Japón».

«¿No le gustaría volver?».

«¿Cómo puede un hombre sin honor pisar su casa?».

No entendí a qué se refería el señor Fujimori, pero eso no me detuvo a seguir preguntando. «Entonces, ¿no puede su mujer venir aquí? Yo sé que es primavera en Japón, pero probablemente ella también lo extrañe y le traiga un poco de sake, o bien podría hacerlo acá». «Nunca más podré beber una copa de sake de las manos de mi mujer. ¿Y cómo? ¿Acaso un hombre como yo podría? Si algún día me atreviera a beber de nuevo sería un cochino. Sí, un cochino. Un hombre que fracasa en proteger su honor, no merece siquiera nada. Nadie muere tan fácilmente cuando tiene algo o alguien que proteger. Pero yo no he muerto: ese es mi castigo. Esperar ser polvo mientras evoco la quimera de una copa de sake y de mi mujer. El recuerdo es algo tan precioso y tan amargo si se vuelve una y otra vez sobre él. Estoy roto. Soy un hombre sin honor, pero no seré nunca un cochino».

Le pregunté, también, el nombre de su mujer. «No soy digno en absoluto», respondió. Luego cayó un aguacero. Sacó dos pequeños paraguas, de no sé dónde, y me extendió uno. Nos quedamos así el resto de la tarde. En silencio escuchando al cielo.

III

Nunca olvidaré aquella charla mientras viva. Si mamá escuchara las palabras del señor Fujimori, no dudaría en cambiar su juicio sobre él. Diría que no es más que un borracho que lo perdió todo: Japón y su mujer. Y por la superficialidad de mis palabras no habría lugar a dudas. Pero les aseguro, es todo menos eso. Es la añoranza de una memoria perdida y una patria disminuida al sueño.

No volví a hacer referencia a nuestra conversación en los días siguientes. El señor Fujimori pronto se volvió mi amigo. Me contó un par de historias sobre su vida en el Japón, sobre su juventud, y cómo conoció a su preciosa mujer. Yo también le conté algunas cosas –hoy, ya no recuerdo cuáles–. Nunca me contó por qué dejó el Japón, o cómo le falló a su mujer, tampoco dijo su nombre, o si estaba viva o no. Menos aún pregunté sobre ello. Al fin y al cabo, ya no importaba. Había desnudado su dolor ante un estudiante que posiblemente no se merecía tal acto. Acerca del dolor, recuerdo, me dijo: «Cuando muerdes tu dedo, duele. Sin embargo, el dolor de cada dedo es diferente». ¿Qué más se podría decir? Sólo quedaba estar ahí en esa banca y rezar por tiempos mejores.

La última vez que vi al señor Fujimori, antes de mudarme con papá, hablamos muy poco. «Desearía que no lloviera nunca más», dije. «Cuando dices cosas así, caen al cielo y rebotan contra ti», sentenció.

Y cayó el último aguacero en Bogotá del mes de mayo de 1997.

Ilustración de Correoppola.

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sobre el autor

Camila Espitia

Bogotá (1997). Fan acérrima de las animaciones de Studio Ghibli y viciosa lectora. Actualmente cursa octavo semestre en el pregrado de Creación Literaria de la Universidad Central. Ganadora del primer concurso de cuento El coronel sí tiene quien le escriba (2018), concurso que surgió de la Cátedra de Gabriel García Márquez.

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