Capítulo 8
Percibiendo al movimiento de sus dedos al hundirse entre la rubia cabellera de aquel chico, descubrió por vez primera las exactas proporciones de sus manos. Comprendió que de algún modo, una censura cuyo origen no lograba definir le había impedido que hasta entonces alcanzara a percibir a la conciencia de su cuerpo.
Acarició de nueva cuenta aquella nuca cuyo rostro se perdía bajo su vientre y la humedad de aquellos labios, que pausadamente hurgaban en su piel, hizo que el roce de sus palmas restregara una caricia de inquietud entre los rizos que bañados de sudor ensortijaban a sus dedos.
Cerró los ojos, y entregándose al vaivén de aquel abismo recordó todas las veces que había visto a los reflejos de su propia desnudez ante un espejo; y en el vago silencio de aquellos recuerdos poco a poco fue testigo de los rasgos que habían cautivado ya a cientos de ojos ajenos.
A través de ese catálogo de imágenes que fueron desfilando en su memoria comprendió el significado de su nombre.
Sólo el espasmo provocado por el roce de una lengua que le hablaba en un idioma recién descubierto la arrancó de aquel recuento de recuerdos no del todo comprendidos, atrayéndola a un presente que en la fuerza de su vértigo borraba cualquier duda de que fuesen realidad.
Estremecida por el roce de aquel rostro que en silencio prolongaba su vaivén entre los pliegues de su piel, guardando a un tiempo a su anonimia como un gesto de modestia, y rechazando recibir la satisfecha gratitud de su sonrojo, Victoria pudo finalmente andar la senda que sus pasos añoraban recorrer desde hacía mucho tiempo, transportada por el gesto generoso de los labios de aquel chico que de pronto parecían haber sido traídos desde el sol de las costas del sur para hacer que ella viviera justamente aquel momento.