Capítulo 3
Enfundada en sus patines y hotpants, la presencia de Victoria me ayudaba a comprender de qué manera las siluetas de las ninfas habían conseguido despertar a las pasiones contenidas de los dioses que ilustraban mis libros de historia; y es que Victoria era una fuerza natural que provocaba que hasta el viejo Santa Claus imaginara meterla en su cama tras haberla sostenido en sus rodillas en el centro comercial.
Por alguna extraña causa había elegido mi amistad cuando empezó a cobrar conciencia de ya no ser una niña, y gracias a ello me venía a buscar a casa después del colegio.
Caminando a la orilla del lago, mientras Foster refrescaba a su calor zambullido en el agua, parecíamos ilustrar a alguna imagen de tarjeta de San Valentín, pero en nosotros había más que un simple amor de primavera.
Aún me recuerdo tendido de espalda en el claro del bosque, intentando descifrar a las figuras de las nubes sujetado de su mano; recorriendo las calles del pueblo, acoplando al andar de mis pasos al rodar sus patines o aplaudiendo a su graciosa imitación de Brenda Lee mientras cantaba Sweet Nothin’s, solamente para verla sonreír.
Salpicados por una llovizna de mayo prometimos ser amigos para siempre, y sellamos con un tímido roce de labios la completa seriedad de nuestro pacto. No volví a tener jamás otro contacto tan cercano con un cuerpo de mujer, pero sabía que ante todos los chicos del pueblo aquel curioso privilegio colocaba a mi persona en el Olimpo de los elegidos.
La presencia de Victoria fue el consuelo a mi nostalgia tras la ausencia de papá; con ella pude confesar lo que callaba a la opinión de los demás, temeroso de causar el descontento a quien sin duda no sabría de qué manera reaccionar al escucharme.
Y sin habérmelo propuesto de manera voluntaria, pasé a ser de igual manera el confidente que guardaba a sus secretos, que incluían haber llegado a cuarta base con algunos de los chicos del colegio; aunque frené con un silencio decoroso a mi curiosa inexperiencia que buscaba conocer si en aquel récord también figuraba Brad Thompson, el muchacho de anchos hombros y cabello ensortijado que acababa de mudarse a nuestro pueblo desde el sol de las costas del sur.