Mr. Ramsey
“Para Murray, en memoria de un amor que fue perfecto.”
El corazón del hombre es vasto,
excesivamente vasto, quizá.
Dostoievski.
Creí que era un sueño. Me sentí sobresaltado al descubrir que me encontraba en un lugar desconocido para mí, al abrir los ojos; pero ya estaba despierto. Intenté reconocer mi habitación en la penumbra de ese espacio, pero el mirar de nueva cuenta alrededor tan solo me hizo confirmar que aquella extraña situación era verdad.
Quise encontrar alguna pista que pudiera cancelar aquella angustia que empezaba a dominarme cuando el cuerpo que se hallaba recostado junto a mí buscó acomodo al otro lado de la cama, hundiendo el rostro entre los pliegues de la almohada sin llegar a despertar.
En ese instante cada cosa quedó en claro; bajo el techo de la misma habitación él estaba durmiendo a mi lado.
Ahora tranquilo, intenté realizar un inventario del espacio que a la luz de la primera claridad volvía tangible su aparente infinitud. El aroma de los dejos de cerveza en el ambiente coincidía con el sabor que había en mi aliento, aclarándome un vago recuerdo que deshizo su coherencia cuando Foster alzó la cabeza y lanzó un prolongado bostezo tendido a los pies de la cama.
En ese instante cada cosa quedó en claro; bajo el techo de la misma habitación, en una tibia madrugada de verano, él estaba durmiendo a mi lado.
Iluminado por el alba de ese nuevo amanecer gocé mi vista en la bronceada plenitud de aquella espalda que en silencio me mostraba el palpitar de su humedad a contraluz, logrando al fin que despertaran mis sentidos.
Lentamente bajé de la cama, caminé hacia el ventanal y encendí con descuido la radio, mientras que Foster me observaba amodorrado recorrer la habitación desde su puesto y que la voz de Shirley Owens colmaba al espacio con la dulce candidez de aquella duda que sonaba en su canción.
Más allá de la cabaña en que me hallaba, la noche daba su lugar a una incipiente claridad y el bosque entero comenzaba a iluminarse detrás del cristal que reflejaba a los vestigios de las últimas estrellas parpadeando sobre el lago.
Volví la vista a la silueta que tendía su desnudez sobre la cama cuando el arco de la luna dibujaba una sonrisa satisfecha desde el cielo.
En silencio, repetí mirando al alba la pregunta que la radio hacía sonar como un nostálgico estribillo: ¿Me amarás también mañana?
Yo tenía dieciséis años.
Era el último día del verano de mil novecientos sesenta.