Mi vida en el planeta rock&roll: La mafia rusa y las piernas de Natasha

Mi vida en el planeta rock&roll: La mafia rusa y las piernas de Natasha

Con su acento ruso y su mejor sonrisa, Natasha me dijo: “supongo que algún día nos veremos, Matías; mientras tanto, cuídate mucho”,y se despidió de mí con dos besos. Uno (nada malicioso) en la mejilla derecha, y el otro (nada santo) justo en la comisura izquierda de mis labios, para que apenas presintiera la húmeda tibieza de su boca. Te lo puedo jurar, amiga: jamás un beso tan breve me había estremecido tanto: como un chorro de ajenjo y miel que escurriera por mi garganta. “Pronto volveré, Natasha, y será hermoso verte”, le respondí, sabiendo que mentía: era imposible que se repitiera la secuencia de azares que me atrajeron hasta ahí, hasta la estación ferroviaria de Gandía, embrujado por esa aeromoza rubia que había conocido tres días antes. Por tanto, era obvio que nunca probaría esa fruta prohibida que no supe o no me atreví a morder. A menos, claro, que inventara un pretexto para quedarme en la ciudad y acompañarla a la fiesta de sus amigos, pero nomás de recordar a su mamá, a su padrastro y su primo, preferí jugar a lo seguro: más valía quedarme con las ganas y no enredarme con la mafia rusa.

Por lo tanto, le di la espalda y abordé el tren que me condujo a Valencia, donde debía tomar al día siguiente mi vuelo a México. Desde entonces, no he dejado de pensar si hice bien o la cagué. Por eso vine a buscarte, my friend, para que me aconsejes, aunque primero debes saber cómo conocí a Natasha, la rubia azafata de las piernas magnéticas.

Todo empezó el lunes por la mañana, en el ferrocarril que me llevaría de Barcelona a Valencia, a donde debía volver por motivos de trabajo. Supuse que algo extraño iba a sucederme cuando tomé un uber para ir a la estación Sants, pues el chofer escuchaba “Exitmusic (for a film)”, de Radiohead, una rola que me suele traer malos augurios. Llegué a tiempo para comprar billete en la salida de 9 am, aunque al abordar descubrí, para mi malestar, que mi asiento lo ocupaba una estudiante árabe. Cuando le indiqué su error, ella propuso que cambiáramos asientos para poder viajar con su novio. Sin mucho pensarlo acepté su propuesta y salí ganando, o eso creí, pues al buscar mi nuevo asiento, vi que viajaría junto a una joven muy guapa, de pelo teñido y gafas elegantes, que cargaba con mucho trabajo dos bolsas y una maleta con las ruedas rotas, rechinantes.

Una vez que la ayudé a acomodar arriba sus dos bolsas —pesadas como mármoles—, ella ocupó su asiento y se puso a estudiar un libro muy gordo, Entrenamiento inicial para tripulantes de cabina de pasajeros, lo que de entrada azuzó mi curiosidad, dada mi obsesión por las aeromozas, esos ángeles cuya gentil misión es custodiar por los cielos a nosotros, los mortales. El asunto, al sentarse, fue que sus piernas, largas y catalanas, invadieron descaradamente el espacio reservado a las mías. Pero no dije anda. Ceñidas en delgada mezclilla Levis, me propuse no tocarlas ni verlas, así que me puse los audífonos y le subí a la música mientras fingía dormirme, arrullado por la dulzura de su perfume.

Pero sus piernas insistieron. A los pocos minutos, ella puso el suéter sobre su regazo y se durmió, desparramada sobre el asiento, mientras su adorable muslo se montaba sobre mi rodilla.Te lo puedo jurar, amiga: jamás un contacto tan leve me había estremecido tanto, como una ola de cálido bienestar que se propagara bajo mis pantalones, sobre todo porque antes ya había jugado yo ese furtivo cortejo con una mujer de la que acabé flipado. Para saber si era un flirteo o un simple descuido suyo, me reacomodé en el asiento y mi pierna se deslizó bajo su pantorrilla. Sin moverse ni un milímetro, apenas contuvo un suspiro cuando mi mano escurrió bajo su suéter para posarse en su muslo. Si ahí me detuve, fue porque el vagón estaba lleno y las viajeras del asiento vecino me vigilaban con descaro.

Así, con las piernas enlazadas, seguimos por dos horas y media, hasta que el ferrocarril se detuvo en la estación Joaquín Sorolla y ella despertó o fingió que se despertaba. Con mi mochila en la espalda, me disponía a bajar cuando advertílas dificultades que ella pasaba con sus bolsas y su maleta rechinante, así que le ofrecí mi ayuda. “¿En serio?, pensaba que ya no existían los caballeros”, me sonrió antes de agregar: “acepto tu ayuda si aceptas que te invite un café”. No pude negarme, claro, así que tomé su bolsa más pesada y nos dirigimos a la estación Nord, donde ella compró su billete y me invitó un café cortado, mientras ella encendía un cigarro. Se llamaba Natasha, era hija de una mujer rusa y un ex guardia español; había nacido en Ivánovo pero a los diez años emigró a España junto con su familia; una vez en Gandía, mientras Natasha asistía a la secundaria, su padre las abandonó, y a los pocos años ella se mudó sola a Barcelona, donde hizo estudios como sobrecargo y pronto presentaría su examen final; recién había botado a su novio por infiel y no sabía si quedarse en Gandía durante las vacaciones—aburriéndose junto a su madre y su hermano— o si aceptaba la propuesta de un ex novio, rico pero muy celoso, que quería reconciliarse con ella para vivir juntos en Mallorca.

 “¿Tú no fumas?”, me preguntó al encender su tercer cigarro. “Odio el tabaco, sólo fumo yerba mala, lo malo es que en España no he podido conseguir”, confesé sin rodeos, y mi hosca franqueza le causó gracia: “¡Qué guay, tú!, pues si vas conmigo a Gandía, yo te puedo conseguir un buen fume con mis amigos”. “¿Y fumarías tú también?”, “No, a mí me da sueño, pero puedo pasearte por ahí para que fumes sin problemas, por ejemplo, a la playa de Gandía, que es la más hermosa del Mediterráneo”. “Vale, no puedo ir hoy, porque debo cerrar un negocio, pero si me pasas tu número puedo visitarte el jueves”. “¿En serio? Claro que sí, lo agregaré en tus contactos para que me busques por whatsapp”. “Vale, te aviso antes”. “Me mola, pero, ¿sabes? Ya debo irme, están anunciando mi salida”. “Vale”. “Ciao”.

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Los siguientes días no pude quitarme a Natasha de la mente, sorprendido aún por su equívoco flirteo. Tú misma me lo has dicho, my friend: no soy guapo, rico ni seductor. Incluso mi suspicaz Smartphone, adivinando mis dudas, empezó a sugerirme artículos como “7 razones para no quedar con una mujer rusa”, donde se afirmaba que es imposible “librarse de ellas si te han elegido”, y que nada desean tanto como conseguir esposo, vestir fino y esmerarse con el maquillaje. ¿O sea que Natasha me había visto como un sugar daddy que reemplazara a su ex novio indeciso y a su celoso pretendiente? ¿Era una especie de escort disimulada, o una simple jovencita confiada tan sólo por mi apariencia inofensiva? Por sí o por no, la curiosidad terminó por ganarme y el jueves a las 9 tomé el tren a Gandía, después de avisarle con un whatsapp que ella respondió a los dos minutos: “Tranquilo. Paso por ti a la estación, a las 10”.

Y las 10 en punto yo arribé, y a los quince minutos ella entró en la estación, radiante y risueña, aunque—oh desencanto— no venía sola, sino acompañada por su hermanito de ocho años: un chamuco rubio y hablador que sólo se tranquilizaba cuando su hermana lo reñía en ruso o le daba dulces. “Lo siento, Matías”, me dijo: “mi mamá está peleando con Sergei, su nuevo novio, y me encargó que cuidara de Iván, supongo que no importa”. “Para nada, Natasha, ¿ya desayunaron?” “Aún no, pero conozco un buen lugar, ¿vamos?”, y yo accedí, con el estómago vacío, intrigado por ese pequeño Iván, cuya presencia me sugería que Natasha no confiaba en mí, o que la situación de su casa era incierta.

Eso sí:qué hambre tenían. Cuando Iván pidió dos bocadillos dobles de huevo, jamón, mortadela y chorizo, Natasha bromeó: “así somos los rusos”, y me platicó que Sergei, su nuevo padrastro, comía dieciocho huevos diarios: seis en la mañana, seis a mediodía, seis en la noche. Cuando le pregunté a qué se dedicaba el novio de su madre, dijo que había sido policía en Rusia, “pero, ¿sabes?, ahora revende mariguana de Marruecos, junto con su hermano, aunque ya no le habla sólo porque me lo follé, ¿tú crees?, ¡qué delicado, como si fuera yo una niña!” Yo me reí de puros nervios, y para disimularlo pregunté si podríamos conseguir algo de combustible. “Tranquilo, ahora vamos al barrio gitano, ahí me das cinco euros y cuidas a Iván mientras voy con mi primo Vladimir, y de paso lo saludo, pues no lo he visto desde que salió de la cárcel”.

El barrio gitano, previsiblemente, estaba a diez metros de su casa, y su primo Vladimir era un guarro de doscientos kilos, calva tatuada y medio siglo de mala vida, que exigió conocerme antes de entregarme su material. Una vez que fui presentado por Natasha como “un profesor mexicano que conocí en el tren de Barcelona”, conversaron quince minutos en ruso, al principio muy cordiales pero al final irritados, hasta que Natasha lo cortó de tajo y tomándome del brazo me alejó de ahí: “ha dicho que le hablará a mi madre para que te conozca, pero tú tranquilo… ¿quieres que vayamos a la playa?, sería una gran idea, pero hay que pasar primero por la plaza, para que fumes por ahí”.Ni cómo negarlo: jamás el contacto de un brazo sobre el mío me había excitado tanto: como una parvada de calosfríos que revoloteara en mi piel entera, y que huyó despavorida en cuanto Natasha me confesó: “a Vladimir también me lo follé, pero sólo una vez, nada importante; es un mafioso pero me quiere y me cuida como si fuera su hermana”.

Cada vez más inquieto por las historias que me contaba, ya me veía enredado en una intriga de narcotráfico y trata de blancas,aunque se me quitó la paranoia cuando entramos al parque para fumar—ella su tabaco, yo mi joint—, mientras Iván jugaba futbol con otro chaval. Sólo entonces Natasha me preguntó sobre mi vida y mis movidas, y yo se las conté a medias, sin las escenas cursis ni pornográficas. Luego nos llegó el hambre y nos dirigimos a un restaurant donde Iván aplacó su gula con un arroz, tres sushis y merluza a la mostaza. Para coraje de Natasha,  se negaron a servirle cerveza, “porque aún no cumples dieciocho”, hasta que providencialmente entró al restaurant su mamá —una rubia artificial, digna de una película indecorosa—, quien después de saludarme le juró a la mesera, con surudo castellano, que “mi hija tiene diecinueve, ya puede beber”.

Mientras Natasha enfriaba su furia, su madre se presentó: “mi nombre es Vera, ¿y usted, cómo se llama, a qué trabaja?”, iniciando su interrogatorio que resolví con frases cortas, pero que parecía no entender. Tras engullir su merluza, el pequeño Iván me preguntó si podía pedir “sólo dos postres”, y su madre me dio las gracias: “es lindo que invites a mis hijos, hoy tuve problemas, por eso no cociné”. “Tampoco ayer, madre”, la corrigió Iván: “todo por alimentar a tu novio, Sergei el come huevos, ése es tu problema”, provocando que Veralo regañara en ruso y Natasha soltara la carcajada. Como has de imaginar, amiga, yo hubiera huido justo gustoso de esa telecomedia, si no fuera porque, bajo la mesa, una pantorrilla, tersas y electrizantes, se enredó en la mía, para regalarme con un agasajo que no pude resistir y que me convenció de su afecto. Acaso porque, más allá de nuestra empatía corporal, Natasha me miraba como a un extraño que la cortejaba sin peligro, y que le permitía, por unas horas, evadirse por un rato de los pleitos y carencias de su casa.

Al terminar la comida, su madre se despidió y los demás tomamos el autobús que nos llevó a la playa de Gandía, donde nos esperaba un atardecer tan bello que bien valía el viaje. Ahí fumamos de nuevo, tomé algunas fotos, Iván devoró un mega helado de crema y por último fuimos a un par de tiendas, donde Natasha se probó un vestido, dos botas y tres blusas, sin pedirme que le comprara nada, aunque yo se lo sugerí. Al extinguirse las brasas del crepúsculo, Natasha me preguntó si volvería esa noche a Valencia, y cuándo pensaba volar a México, “porque el sábado tengo una fiesta y me gustaría que fueras”. Le dije la verdad, y ella entendió que el plan era inviable. “Te encaminamos, entonces, ¡qué rápido se pasó el día!” dijo, y tomó mi brazo para llevarme a la estación mientras Iván nos seguía, jugando a que era un asalta bancos y ametrallaba a la policía. Sin duda, un digno hijastro de Sergei, el capo come huevos.

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Lo demás, my friend, ya lo sabes. Dirás que exagero o que soy un blandengue, pero te juro que nunca antes tuve un romance tan cándido y peligroso al mismo tiempo. Aun ahora, a un año de haberla conocido, miro las fotos que le tomé, para admirar sus hipnóticas piernas, y en su mirada compruebo esa frase que Natasha, la aeromoza rusa, había elegido como lema de su whatsapp: “Los ojos besan primero. Siempre”.

Imagen de portada por @Correoppola
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sobre el autor

Matías Ximenes

(Estancia de Ánimas, 1965) es un poeta zacatecano (casi) inédito, por lo que algunos afirman que es un autor apócrifo. En 2013 apareció un libro con su Tratado de los proyectos veniales, una compilación de sus “proyectos” literarios editada por Gonzalo Lizardo para editorial Texere.

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