IV El compromiso estético
Debo volver y retomar algo que toqué anteriormente, casi sin darme cuenta, y que es importante, sobre todo, porque puede ayudarme a evaluar el sentido práctico que tiene la actividad meditativa. He hablado sobre la relación que puedo entrever de a momentos conmigo y que se manifiesta cuando me enfrento a mi soledad; sobre la manera en la que me conozco poco a poco y me defino a través de esas interacciones silenciosas, de cuánto me sorprende ver lo poco que sé de mí. También, he hablado sobre cómo se dan estas relaciones íntimas, instantáneas y sobrecogedoras en la mitad de una calle llena y transitada, en medio de la nada y entre dos extraños que evitan ese contacto a toda costa. He hablado sobre la forma tan extraña que tiene la intimidad de enfrentarnos con la noción de identidad del otro.
Hoy quisiera entretenerme con la idea de que todo esto es un medio amable y fecundo para cierto tipo de manifestación en la literatura y el arte, como un compromiso estético, anacrónico y voyerista, pero muy presente, aunque silencioso.
Si entendemos el arte como un proceso donde una de sus finalidades es la comunicación, entre muchas otras variables que podemos o no tomar en cuenta, siempre vamos a encontrar un juego de poderes entre el emisor y el receptor. El emisor puede ser directo, puede usar una máscara, puede usar un solo tema y hablar de mil maneras o hablar sobre mil temas de la misma manera. El receptor puede ser pasivo, puede serlo a la fuerza, puede interactuar con el mensaje o manipularlo, puede tener el poder de decidir cuánto recibir de aquel mensaje o puede estar a merced de su totalidad. Este, en fin, es un canal directo que parte de un punto al otro, con una motivación que nace desde lo más profundo de nuestra humanidad y con un propósito que está, creo yo, fuera de nuestro entendimiento. El mensaje tiene la intención de ser entregado.
El sistema se pone complejo cuando nos damos cuenta de que existen otras formas y también otros medios. Cuando, por ejemplo, el emisor extiende su dedo índice, se nombra a sí mismo receptor y es a sí mismo a quien se habla. Esto, es lo que he venido entendiendo como la interesante idea de un artista que poco a poco se va dando la vuelta y deja de recitar hacia un público, deja de crear una obra para ser mostrada, y se recoge en sí mismo para a tener una conversación consigo. Frente a sí mismo. Este momento íntimo, que no es necesariamente reflexivo, no es necesariamente especial, pero es profundamente honesto, es a la vez experimentado por un público voyerista y hambriento de experiencias cada vez más sinceras y explícitas.
Quizás tenga algo que ver con la individualidad y la manera en la que la estética ha ido evolucionando, aunque ahora me opongo a la idea de que pueda llegar a ser un algo contemporáneo, a que la historia del arte sea completamente lineal y categórica. En la obra poética de Emily Dickinson podemos encontrar un buen ejemplo de esto. Son casi 800 poemas escritos a lo largo de su vida, crípticos, cortos y muchos de ellos escritos casi a la manera de escolios. Tan solo seis de ellos fueron publicados en vida, y el resto de ellos fueron descubiertos por su familia póstumamente. Dickinson escribía para sí misma, recluida y en soledad, con ninguna intención de mostrarle su obra a nadie. Ni siquiera los ruegos de Helen Hunt Jackson o la insistencia del editor Thomas Niles fueron capaces de convencerla para publicar su trabajo. No era para la lectura o el disfrute de nadie, su comunicación es cerrada.
1534
Desde que te me diste,
la compañía me es miseria.
“En mi flor me he escondido”, Emily Dickinson,
edición de José Manuel Arango.
En los diarios de Pizarnik, de Sylvia Plath o de Anaïs Nin se puede ver mucho más claro. Entre sus líneas, podemos ver como sus palabras, aunque parezcan estar dirigidas a otros en varios momentos, son un eco que se devuelve en ellas mismas, son la conversación eterna que formulan sobre la manera en la que se construyen y sobre las diferentes personas que son y que fueron, algunas incluso con quienes perdieron contacto; son las voces de su culpa, del reproche interno, de la angustiosa forma del reconocimiento. Es en este formato donde más podemos encontrar la sutil manera de soliloquio, como texto cómplice y sagrado que, publicado póstumamente o al final de la vida, nos abre la puerta a la conversación más larga que haya podido mantener una sola persona. Son textos donde el espectador es externo, y casi sin ser invitado, es un espectador de pequeñas señas, objetos, emociones, visos de lo que consigue entender a través de la conversación ajena:
Sábado, 21 de noviembre
Necesitas límites mentales. No entiendo cómo, a pesar de tu dispersión, comprendes cuál es tu remedio. Necesitas no esperar. Necesitas no esperar nada de los demás. Necesitas no traficar con tu dolor. Necesitas orgullo y soledad. Necesitas castidad. Necesitas orden. Por ejemplo, las lecturas. Poesía: limitarse a Bonnefoy. Tal vez, también, seguir con Dostoievski.
“Diarios”, Alejandra Pizarnik,
edición de Ana Becciu.
En las cartas de James Joyce a Nora también sucede algo parecido. Son cartas que no tenían nunca la intención de ser publicadas, aún más cuando su contenido es altamente erótico y explícito. El sexo siempre va a tener una tendencia hacia el secretismo, y todo secreto tiene una tendencia paradójica a buscar su revelación. Estas cartas escritas entre dos amantes pasan a ser observadas por un lector que rompe con la seguridad de su intimidad. El lector nunca fue invitado a participar de su lectura, sin embargo, su publicación póstuma es la manera en la que se exhibe todo su contenido y pasan a ser un material literario más de la obra de Joyce. Su no ficción y su ficción pasan a ser parte del mismo volumen.
6 de diciembre de 1909
“…Te habrán impresionado las cosas sucias que te escribo. Quizás pienses que mi amor es una cosa sucia. Lo es, querida, en algunos momentos. Te sueño a veces en posiciones obscenas. Imagino cosas muy sucias, que no escribiré hasta que vea qué es lo que tú me escribes. Los más insignificantes detalles me producen una gran erección. Un movimiento lascivo de tu boca, una palabra obscena pronunciada en un murmullo de tus labios húmedos, un ruido sin recato, repentino. En algunos momentos me siento loco, con ganas de hacerlo de alguna forma sucia, sentir tus lujuriosos labios ardientes, chupándome, follar entre tus dos senos coronados de rosa, en tu cara y derramarme en tus mejillas ardientes y en tus ojos, conseguir la erección frotándome contra tus nalgas y poseerte sodomíticamente.”
“Cartas seleccionadas”, James Joyce,
edición de Richard Ellman.
Seedbed de Vito Acconci es un performance que también puede entrar en esta misma categoría. El hombre se recuesta bajo un piso falso, a la escucha de los pasos de los espectadores. Se masturba pensando en ellos. A través de un micrófono habla sobre sus fantasías y sobre los cuerpos que caminan sobre él. Ellos escuchan. Aunque se podría pensar en un principio que el artista se dirige directamente a ellos, luego entendemos que la verbalización de una fantasía termina siendo el catalizador más grande de placer erótico. Es la manera en la que él se estimula a sí mismo, como vicio paradójico donde el placer genera más placer y el escucha se reduce a ser solamente un objeto en el espacio. Un objeto erotizado.
En todos estos pequeños ejemplos, y en muchos otros más, el espectador deja de ser el receptor directo de la conversación, experimenta de manera indirecta una escena de intimidad de otra persona. Casi sin tener razones para estar allí, con un leve sentimiento de culpa, yo como espectadora me sumerjo en la intimidad del otro y me veo afectada por un fenómeno doble: vivo un momento de intimidad con un extraño por medio de la intimidad propia.
Mi propio espacio se ve afectado cuando interactúo con alguna de estas manifestaciones artísticas, pues soy yo quien, de manera voyerista, irrumpo en la conversación ajena y me encuentro en medio de ella. No soy una voz, ni siquiera tengo derecho a la escucha, y sin embargo no soy capaz de alejarme. Me convierto en algo menos que un individuo pues no formo parte de la comunicación, y esto lo hace aún más interesante el hecho de que las conversaciones que suceden cuando el emisor y el receptor son la misma persona tienen un flujo diferente, pues no suceden a través del espacio, sino a través del tiempo. Son conversaciones que dependen de entender a un mismo individuo como dos.
Me fascina porque me encuentro frente a la pluralidad del ser humano y a su completa vulnerabilidad, mientras yo dejo de existir en esa interacción.