Meditaciones sobre la intimidad

Meditaciones sobre la intimidad

Introducción

El sol entra tímido por las ventanas, se levanta después de nosotras. Mis piernas tiemblan mientras ella se ocupa del desayuno sin erigir la mirada y al mismo tiempo mis ojos presionan sobre su cuerpo. La miro, y estoy quieta frente a ella. Cuando levanta la cabeza ya no hay nada que hacer: sus ojos se cruzan con los míos y nos damos cuenta de que la intimidad es espesa y que fácilmente llena habitaciones.

Qué extraño es aquel primer contacto, aquella intimidad irreversible que se comparte con otra persona. La complicidad más sencilla que nace a partir de un gesto, cuando las manos se rozan lo suficientemente lento como para sentir la piel de los dedos, cuando hay una mirada cómplice que dura un par de segundos extra. A veces, es solo compartir un espacio en silencio y sentirte demasiado a gusto, darte cuenta de que esa otra persona es un universo extraño y silencioso. Me atrevo a decir que la intimidad se puede encontrar en los momentos más simples pues sólo necesita de una ligera insinuación, una intención inconsciente que incita a ser devorados y fragmentados por su peso.

¿Cuándo fue la última vez que te dejaste romper por otra persona? ¿La última vez que dejaste que tu piel se abriera y que tu cuerpo temblase frente a ella? ¿La última vez que dejaste que otra persona se revelase como algo errado? Nos hace sentir engañados ver al otro tan humano, tan lejos de la idea cómoda y del confiable patrón ejemplar. Nos asusta la idea de dejarnos caer en el arbitrio del otro, de mostrar aquello que somos y estar a merced de revelar todo aquello que sentimos de manera espontánea.

Aunque vivamos con miedo la intimidad no pide permiso. Ella tiene voluntad propia y eventualmente llegará el momento en el que caerán todas las barreras que alguna vez construimos para mantener a nuestro yo vulnerable lo más alejado posible. Cuando la intimidad nos llena, nos abre y nos desenvuelve frente a otra persona, nos quiebra y le damos la oportunidad al espectador de controlarnos, de conocer la realidad errada de nosotros mismos. Aquí, el ego desaparece.

Es posible entretener la idea de vivir momentos íntimos con nosotros mismos, incluso. La piel siempre contará lo que la voz calla, siempre, y en nosotros podemos ver el camino que recorre y las señales que deja cualquier sentir intenso. Me desnudo frente al espejo, me siento en el fondo de la ducha, abro la llave y siento como el agua se riega sobre mi espalda. El vapor es el único espectador de este momento privado, anónimo, y soy yo y yo misma las únicas que podemos entender por qué nos sentimos como nos sentimos. Tiernas, ansiosas, en paz. Sonreímos porque podemos sentir como nuestro corazón palpita lento bajo la piel, lloramos porque podemos escuchar la agitación en nuestro aliento. Temblamos y nos exasperamos llenas de cólera y pasión sobre la misma baldosa fría que corta el agua y bajo las gotas que caen y rompen con el silencio. De repente nos da miedo lo poco que nos conocemos.

¿Miedo?

Hay sexo sin intimidad que fluye más fácilmente que una mirada cargada a través de una habitación. Nos vemos obligados a rechazar nuestras conexiones cuando carecen de nombre, fecha, aniversario, cuando no están justificadas, y aunque hay maneras infinitas de experimentar la intimidad, nos cerramos cada vez más a romantizarla, a definirla como un elemento exclusivo para las relaciones estándar en pareja. Creemos que esa revelación de nosotros mismos sólo se debe compartir con aquella otra persona idealizada, y sin embargo es en este momento cuando más somos un reflejo crudo y honesto de nosotros mismos. Somos, en esencia, todo aquello que ocultamos. Nuestros miedos más profundos, nuestra ira, nuestro apego. Nos vemos obligados, así sea por segundos, a responder naturalmente a nuestras condiciones más básicas y a estar desnudos ante otros y ante nosotros mismos.

La intimidad nos fuerza a aprender sobre quiénes somos y a rellenar los arquetipos con los que nos hemos acostumbrado a vivir en nuestro nombre. La intimidad nos hace crecer en la fragmentación, nos hace conocernos en la cercanía forzada y nos asusta, pues es aquí donde nos encontramos con nosotros y con el otro. Nos enseña a vivir con quienes realmente somos.

Es por esto que me rehúso a creer que la intimidad es algo a lo que debemos tener miedo. Que es un sentir exclusivo y cómodo para las parejas shakesperianas que depositan toda la gama extensa del sentir en una sola palabra. La palabra “amor” como un plurívoco no se sostiene lo suficiente, la intimidad no es un privilegio del cónyuge formal que tanta autoridad tiene. Si hubiese palabras suficientes, ¿podríamos intentar definir mejor la manera en la que nos sentimos cuando estamos en el universo de otra persona? ¿De qué manera nos caemos en la intimidad de alguien? ¿En la nuestra? Es algo que me pregunto a diario cuando me encuentro entre la mirada y la pared y tiemblo, por un segundo, a merced de la mirada de un completo extraño.

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sobre el autor

Manuela E. Aguirre

Bogotá - 1997. Compositora y escritora colombiana, veintiún años. Rola de nacimiento, escribe cuentos y poemas cuando se aburre de cantar. Publicó su primer cuento en la cuarta edición de ciencia ficción Mirabilia, y desde entonces se dedica a la crítica musical, la columna y la reseña. Actualmente termina sus estudios musicales y literarios en la Pontificia Universidad Javeriana.

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