Hunter S. Thompson o el lado gonzo de la escritura

Hunter S. Thompson  o el lado gonzo de la escritura

La muerte de un antihéroe

Según Hannah Arendt, la misión del intelectual consiste en azuzar el diálogo y la doxa de sus conciudadanos para comprender y enfrentar la violencia social. Si eso es cierto, no me cabe duda que Hunter S. Thompson —el creador del periodismo gonzo— podría encarnar ese ideal, aunque siempre lo haga a contrapelo. Por su constante crítica contra el Estado y sus prejuiciosos compatriotas, puede considerarse a Thompson como uno de los más potentes periodistas norteamericanos, aunque nadie ignore su afición por las armas de fuego, las drogas duras y otras manías que confiesa en Miedo y asco en Las Vegas.

Se trata de un antihéroe, sí, pero muy sincero en sus principios, sus escritos y su muerte. Así lo muestra el documental Gonzo, Vida y obra del Dr. Hunter S. Thompson, cuando narra su suicidio, el 20 de febrero de 2005, tras varios años de sequía creativa. Una esterilidad que podría tener una causa precisa: el ataque a las torres gemelas, el 11 de septiembre de 2001, pues en ese momento Hunter supo que terminaba una era y se avecinaba la catástrofe: “Esta será una guerra religiosa, una especie de yihad cristiana, alimentada por el odio religioso y guiada por fanáticos implacables en ambos bandos, una guerrilla a escala global, sin frente ni enemigos identificables. Castigaremos a alguien por este ataque, pero cuesta saber qué o a quién haremos pedazos”. *

Además de señalar el vínculo moderno entre la guerra, la política y la teología, Hunter identificó aquí a uno de sus enemigos: el gobierno de su país, conducido por puritanos como Nixon, Reagan o Bush, dispuestos a bombardear a todo aquél que piense, crea o actúe distinto. No en vano, Thompson se consideraba un “patriota” auténtico, que jamás ocultó sus convicciones antiautoritarias: fue mítica su participación en la campaña electoral de 1972, que consolidó su fama como héroe de acción, en constante cruzada contra “la gente normal”: los republicanos blancos —pero también algunos demócratas—, siempre cegados por el fanatismo religioso, la avaricia y el odio racial.

disparando contra su máquina de escribir, lo retrata de cuerpo y alma: un guerrillero del periodismo, un agresor textual que no dudaría en dinamitarlo todo, incluyendo a sí mismo. Así lo insinuó en su nota suicida, supongo: cuando se cansó de combatir y le puso con su Magnum 44 el punto final a su existencia: “No más juegos. No más bombas. No más paseos. No más diversión […] Relájate, no va a doler”.

Su funeral fue espectacular, a la altura de su personaje: incluyó un escenario, un bar, servicio de seguridad para las celebridades y un enorme cañón que dispersó sus cenizas por el aire.

t]Un viaje al Sueño Americano

Aunque es impreciso su origen, el término “gonzo” tiene un significado preciso dentro del periodismo: es el subgénero donde el autor renuncia a la hipócrita “objetividad” del reportaje tradicional para inmiscuirse en la noticia hasta el fondo, sin temor a influir en la historia ni a convertirse en su protagonista. Por eso, cuando era enviado a cubrir un evento político o deportivo, Hunter S. Thompson no iba a buscar pistas ni indicios, sino a provocarlos con su fantástico don para sorprender, divertir o irritar a los demás: una cualidad que también poseían Philip Marlowe y Sam Spade, los primeros detectives gonzo de la literatura.

Ciertamente, Thompson azuzaba este talento con drogas de alto calibre: hierba, mescalina, ácido, cocaína “y toda una galaxia de pastillas multicolores para subir, para bajar, para chillar, para reír”.  Dicha alteración de su conciencia era constante pero no gratuita, pues tenía un objetivo específico: sólo en tal estado de gracia Thompson podía soportar las costumbres de sus contemporáneos y entrever detrás de ellas “la naturaleza secreta del Sueño Americano”.

Por lo demás, su debilidad por los narcóticos manifiesta un propósito picaresco, acaso inconsciente: una perpetua obsesión por transgredir las normas del Poder. Uno de los episodios más hilarantes de Miedo y asco en Las Vegas comienza cuando se infiltra, totalmente drogado, en la Asamblea Nacional de Fiscales de Distrito sobre la Droga, mientras fantasea con la posibilidad de ser descubierto. Así, mientras escucha las paranoicas conferencias de los “especialistas”, descubre que el miedo y el asco que él siente por los policías, es equivalente al que estos sienten por los hippies, los negros, los latinos y esos degenerados a los que identifican como “la Cultura de la Droga”.

Al descubrir que tras el Sueño Americano se disimulaban el horror y la repulsión, el desencanto fue instantáneo: “aún siguen sacando a los contribuyentes miles de dólares para hacer películas sobre ‘los peligros del LSD’, en un momento en que […] la popularidad de los psicodélicos se ha hundido […] La ‘expansión de la conciencia’ se fue con Johnson… y es importante destacar que, históricamente, los depresores llegaron con Nixon”.  En otras palabras, tanto la droga como su represión son parte del Sueño Americano, y no una vía de escape.

Para su fortuna, el desaliento fue breve. De hecho, se esfumó en cuanto Thompson compró amilo sin receta —disfrazado de ministro religioso— y se las tomó frente a la ingenua boticaria.

Hunter y la tradición literaria

Pero Hunter S. Thompson no pasó a la posteridad, ciertamente, por ser un yonqui, sino por ser “un gigante de la palabra escrita: un periodista, un autor, un patriota, un revoltoso profesional, un monumento ambulante a la mala conducta”. A la manera de Hemingway, Twain o Scott Fitzgerald —a quienes admiraba—, el autor de La gran caza del tiburón, involucró todas las facetas de su carácter, las nobles y las odiosas, en la experiencia de la escritura. “Él era amable, era generoso, pero en el otro lado del espectro, el muchacho dentro del hombre, era absolutamente cruel”, afirmaba su primera esposa al recordar esa dualidad esencial de Hunter, que lo había perseguido desde niño, cuando conoció la pobreza, la vida en la escuela pública, en las calles o detrás de las rejas.

Si Hunter pudo lidiar con sus demonios internos, fue porque confiaba en su potencial literario: “con El gran Gatsby fue como él aprendió a escribir: transcribía una y otra vez El gran Gatsby en su máquina sólo para aprender su música”, aseguraba su biógrafo Douglas Brinkley. Y si admiraba esa novela, fue porque en ella vio reflejada la angustia que intoxicaba a su país… solo que, a diferencia de Gatsby, quien se paraba a admirar los escaparates de las tiendas ricas, Hunter quería “romper todos los cristales”, y pronto descubrió que para hacerlo bastaba escribir todos los días, incansablemente, a tiros o martillazos.

Por lo mismo, Hunter se consideraba heredero de cierta tradición norteamericana: la de esos escritores —Fitzgerald, Twain, Hemingway— en perpetua fricción con lo real. Así lo prueba uno de sus reportajes, escrito en 1964, cuando viajó al pueblucho donde Hemingway se había refugiado al final de su vida. Si “la función teórica del arte es poner orden en el caos […] tarea sobrehumana en una época en que el caos se está multiplicando”, era obvio que Hemingway se supo rebasado por el caos de su tiempo y que por eso fue a Ketchum y se mató: “Bien o mal, su gusto se inclinaba por las concepciones grandes y simples […] por blancos y negros, como si dijésemos, y no se sentía cómodo con la multitud de matices y tonos grises que parecen ser la ola del futuro”.

Esa ola fue, multiplicada, la que él debió encarar: un maremoto de incontables matices, bélicos, éticos y políticos que terminaron por ahogarlo. Puedo apostar a que Hunter, antes de jalar el gatillo, recordó ese reportaje, escrito en su juventud, cuando comprendió que seguiría el camino de su maestro, y que lo haría hasta el final.

]Los cerdos y el mito de Aztlán

Si la “función teórica del arte”, según Hunter S. Thompson, consiste en poner orden al caos, escribir implica meterse en líos, sobrevivir y aprender de ello. Su carácter “gonzo” no surgió de la nada, sino que se fraguó a fuerza de golpes y explosiones, como los que describe en su reportaje “Algo está fraguándose en Aztlán”, publicado en Rolling Stone. Un texto demoledor, donde Hunter describe la violencia que vivieron los barrios chicanos de Los Ángeles a finales de 1970, tras los disturbios que provocó el asesinato del periodista Rubén Salazar, a causa de una bomba de gases lacrimógenos que disparó la policía.

“No podemos olvidar la lección del 29 de agosto”, clamaba el Comité Nacional Chicano en un libelo: “Los ataques de la policía se han recrudecido a partir del día 29, y si el pueblo no controla a la policía, acabaremos viviendo en un estado policial”.  Aunque Rubén Salazar no había sido un militante de la causa, su muerte lo convirtió en mártir “a todo lo largo y lo ancho de Aztán, los ‘territorios conquistados’ que cayeron bajo el yugo de las tropas de ocupación gringas hace más de cien años”. Esta guerra había generado, a la larga, un sordo resentimiento entre los habitantes de esas tierras, quienes no se sentían “ni mexicanos ni norteamericanos, sino una nación india/mestiza” tratada como esclavos a sueldo, sin idioma ni identidad propia.

La situación pronto se recrudeció cuando aparecieron los batos locos, con su irrefrenable violencia, y la policía aprovechó sus vandalismos para criminalizar al movimiento. Un papel muy sucio lo jugó la prensa, que distorsionó los hechos a conveniencia del alguacil y el jefe de policía. Frente a esa coalición entre el poder y la prensa, las conclusiones de Hunter parecen evidentes: Rubén Salazar había sido asesinado por la policía —a propósito, o por idiotas— pero en vez de pagar por ello, negaban los hechos con la complicidad del alguacil y de la prensa, y para colmo asesinaban a quienes los señalaran.

Aunque tarde o temprano se evidenciaron las mentiras del alguacil y la policía, el barrio se encendió de cólera al saber que los impuestos que pagaban los chicanos servirían para defender a los asesinos confesos.  Pero la historia tiene un final espectacular, gonzo style, cuando el ayuntamiento de Los Ángeles fue dinamitado: habían colocado una bomba en uno de los retretes de la planta baja.

No hubo heridos y los daños fueron menores, según se dijo, pero estoy seguro de que Hunter disfrutó la detonación y la imagen de ese funesto edificio volando en pedazos.

Manual para tomar (por culo) el poder

En la vida y la obra de Hunter S. Thompson se conjuntan lo político y lo literario en la figura de un escritor loco pero justiciero que lucha, frente al Estado, por los derechos de los freaks, los marginales, los yonquis, los migrantes, los chicanos, los rebeldes con o sin causa. Aunque su estilo verbal y su ideología asustaban o enfurecían a muchos, su incisivo conocimiento de la sociedad norteamericana le permitió transitar de la literatura al activismo político, encauzado hacia un fin casi platónico: conducir a los freaks al poder, derrocando la tiranía de los cerdos.

El experimento tuvo lugar en Aspen, Colorado, una pequeña ciudad que a finales de los 60 atrajo a muchos beatniks, cazadores, intelectuales y sindicalistas, es decir, freaks que deseaban alejarse de las grandes urbes y que fueron vistos como una amenaza por aquellos que gobernaban la ciudad: los ricos ganaderos y comerciantes blancos, quienes deseaban convertir Aspen en un redituable centro turístico. Primero como asesor en la campaña de Joe Edwards para alcalde, y después él mismo como candidato a sheriff, Hunter dos veces estuvo a punto de ganar, usando su talento para convencer a la gente —mientras se fumaba un porro— de que era posible cambiar el sistema y hacerlo funcionar a su favor.

Con su peculiar humor, el programa de Hunter se centraba en cuatro asuntos: plantar césped en todas las calles para que no las convirtieran en autopistas, rebautizar Aspen como “Fat City” para ahuyentar a los inversores, controlar la venta de drogas para proteger a los usuarios y desarmar a la policía para prevenir sus abusos. Los cuatro puntos en realidad se enfocaban a perseguir la especulación: la codicia de aquellos que se enriquecen con las drogas o con las tierras, pues “a esos cerdos hay que joderles, destruirles y perseguirles por todo el país”.  Un programa que parecía broma, quizás, pero que resultó visionario, pues ya avizoraba que la ecología, el narcotráfico y la avaricia capitalista serían problemas centrales en el futuro inmediato.

Ignoro qué hubiera pasado si su movimiento, el Freak Power, hubiera ganado cualquiera de esas dos elecciones. ¿Hubiera gobernado con sabiduría, como Goethe en Weimar? ¿O sería un déspota decadentista, como D’Annunzio en Fiume? Sería interesante imaginarlo, aunque no importa, en realidad. Lo cierto es que, a partir de su derrota, Hunter se transformó en un escritor clave de su generación. Y eso para nosotros es lo relevante.

Bibliografía

  1. Thompson, Hunter S., Miedo y asco en Las Vegas, Anagrama, México 2013.
  2. Gibney, Alex (dir.), Vida y obra del Dr. Hunter S. Thompson, Magnolia Pictures, USA 2008.
  3. Thompson, Hunter S., “¿Qué llevó a Hemingway a Ketchum?”, en La gran caza del tiburón, Anagrama, Barcelona 2012, p. 149.
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sobre el autor

Gonzalo Lizardo

Gonzalo Lizardo. 1965 (México: Fresnillo, Zacatecas). Narrador y crítico literario. Estudió la maestría en Filosofía e Historia de las ideas en la UAZ, y el doctorado en Letras en la Universidad de Guadalajara. Luego de estudiar ingeniería química, se dedicó a las artes gráficas y al periodismo, antes de concentrarse en la literatura. Ha publicado un libro de ensayo y cinco de ficción, entre ellos Jaque perpetuo (Era, 2005) y Corazón de mierda (Era, 2007). Fue becario del programa Jóvenes Creadores del Fonca y del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

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