Héroe
Ilustración principal por Esbeidy Pérez.
El rostro humano es un espacio vacío, y como sucede con la palabra “horizonte”, es un espacio interpretado.
No sabría qué decirle.
“No sabría qué decirle”; eso fue lo que le dije a la señorita del mostrador en la librería cuando me distraje al observarlo a él, sentado en una de las sillas bebiendo café y leyendo un poemario de Leonard Cohen.
La señorita me preguntó si ya había escuchado sobre este sujeto, un escritor japonés del cual pretendía comprar un libro; no soy de si quiera mirar un libro y le pregunté “¿toca él en alguna banda?”.
En realidad yo acabé ahí por azares del destino: mi padre, un humilde maestro de música, me había encargado ese libro para regalar a una alumna y ahí estaba yo, en la librería de una plaza observando a un tipo que saltaba a la vista, al menos para mí. No me entiendan mal, la chica del mostrador era una morenita preciosa, es sólo que el tipo tenía algo que llamaba mi atención, como cuando de niño te atrae la figura de un superhéroe.
La chica recibió el dinero y me sonrío, yo tomé el libro y salí de la librería con éste, un cómic de Superman y un álbum de Radiohead. Me apresuraba salir de la plaza y fumar un cigarrillo pero decidí sentarme en una banca y esperarlo a él; una señora de avanzada edad sentada junto a mi observaba al frente, perdida en el infinito, con esa paz que sólo percibes de gente que sabe que aunque muera nunca morirá; un escalofrío recorrió mi espina dorsal.
Tras una media hora él por fin salió, con el dichoso libro de Leonard Cohen y un café en vaso, se dirigió a la salida de la plaza y yo lo seguí y me estremecí; no estaba acostumbrado a seguir los pasos de alguien que no tuviera una cintura pequeña y bellas pantorrillas. Cuando las puertas automáticas de la plaza se abrieron sentí el aire de invierno y encendí mi cigarrillo; un mar que queda detrás cuando los veleros han surcado ya el horizonte.
Desde qué estábamos en la librería había tratado de ver su rostro, éste se me había escapado continuamente, ya sea entre los reflejos de los vidrios, la gente y su caminar, las mentiras, las suposiciones y la verdad, sobre todo la verdad; su andar lo decía todo, caminaba elegantemente y sin aquella vergüenza que acoge a la gente normal; no hay mejor lugar para esconderse que la verdad.
Llegando a la esquina, justo a la entrada al metro dio la vuelta a la izquierda y aceleró el paso, yo hice lo mismo. A un costado de la plaza el mundo comienza a cambiar, los aromas se hacen grises, lo mismo que el cielo y las mujeres; se dejan atrás los perfumes de las tiendas, las luces y las modelos semidesnudas de los carteles; un horizonte que queda detrás cuando los mares han surcado ya los corazones.
Llegando de nuevo a la esquina él da vuelta de nuevo a la izquierda y yo hago lo mismo. Nos encontramos con aquel riachuelo detrás de la plaza: un riachuelo de basura y desperdicios defecados por el comercio, el cual sería otrora un paraíso. Este riachuelo está justo bajo un puente de segundo piso construido para que las personas en sus carros eviten el tráfico de las callejuelas.
Un montón de corazones que quedan detrás cuando sus horizontes han surcado ya el mar.
En el riachuelo no hay nadie más, ya no hay luces ni cielos, ni perfumes ni aromas grises; sólo hay frío, la noche, él frente a mi y yo a su espalda. Se detiene, es una gabardina que flota y aunque no lo vea sé que está frente al infinito, con esa paz que sólo percibes de gente que sabe que aunque muera nunca morirá; un escalofrío recorre mi espina dorsal.
“William Shakespeare escribió Romeo &Juliet sentado junto a una montaña de mierda; el amor y las fantasías que éste supone son propias únicamente de los locos…”
Recitaba un graffiti como un tatuaje en la espalda de la plaza, su pared trasera; algún poeta escupiendo su desamor hacia el cagadero de ésta. Probablemente era un maniático de esos que guardan recuerdos de mujeres que no han tocado nunca como si fueran sagradas, es decir, no era un graffiti común, pero yo estaba en una situación totalmente fuera de lo común; lo común queda detrás cuando tu corazón ha surcado ya sus propios horizontes.
Aún siento el sabor a fe en la garganta.
Él voltea y me mira, no veo un rostro, no lo tiene, no hay un rostro, éste se oculta tras la verdad; me mira con ese vacío, ese espacio sin interpretar, esa trampa que supone para nosotros un espejo, es un crudo espejo; “Me has seguido hasta aquí, hasta este cagadero y es una noche gélida, ven quiero mostrarte algo”, su voz es enigmática, yo lo sigo, el flota y yo camino.
Llegamos junto a un basurero y le prendimos fuego, nuestra propia fogata urbana; había un sofá viejo junto a éste y nos sentamos ahí, justo frente al riachuelo; él a mi derecha, yo a su izquierda y Leonard Cohen en medio. Arrojó el vaso de café al fuego, sacó una botella de Jack Daniels, dio un trago y me la pasó, su mirada de nuevo se perdió en el infinito.
Me estremecí y le pregunté “¿no le estoy quitando su tiempo?”, el contestó, con su voz elegante y calmada “No existe el tiempo muchacho ¿qué no has escuchado hablar de Schröedinger?” Y yo le dije “No, nunca ¿toca él en alguna banda?”; el hombre sin rostro sonrió, y dijo:
“El gato está en la caja con dos platos de comida: uno de estos envenenado. hay 50% de posibilidades de que esté muerto, y 50% de posibilidades de que esté vivo; por ahora, en términos cuánticos, está en un estado vivo/muerto. No sabremos si en nuestro universo está vivo o muerto hasta que abramos la caja…”
Sacó una cajetilla de Marlboros del bolsillo interior de su gabardina y dijo “bien, abramos la caja” al mismo tiempo que extraía un cigarrillo, lo colocaba en su boca y lo encendía. Yo miré el riachuelo y me perdí en el infinito, como se pierde todo aquel que sabe que aunque muera nunca morirá; un escalofrío recorrió mi cuerpo.
El universo es una constante que se expande por voluntad y no por inercia.
Puse el cómic de Superman en medio del hombre sin rostro y yo, encima de Leonard Cohen y di un sorbo a la botella. Él sacó un papel doblado del bolsillo exterior de su gabardina y echó su contenido blanco sobre Metrópolis, enrolló un billete con la imagen de un famoso pintor mexicano y con éste inhaló fuertemente; el témpano de hielo se rompió me empezó a contar sobre un alemán loco que habló de un Superhombre muchos años antes que Jerry Siegel, uno alcanzable mediante la voluntad y la fe, y sin necesidad de que nuestro planeta explotara.
No me hablaba como dando clases al ignorante que yo era, sino como si yo no existiera.
Cuando hubo terminado volteó hacia mi, dio un trago a la botella y esbozó una sutil sonrisa. Miramos al riachuelo y después detrás, hacia la calle vacía.
Entonces sucedió, me preguntó “¿Qué forma tienes para las nubes, cuando éstas te ven desde el cielo, muchacho?” Y en ese momento me percaté:
Él era un hombre sin rostro, pero yo era sólo un rostro sin nombre.
“¿La fe? La fe no es más que el bourbon y la coca calentando tu garganta, un montón de basura quemada; al final, los asesinos siempre huyen en la rivera de la noche narcotizada…”
Esas fueron sus palabras, su voz, aún enigmática, se sintió dolida.
Cerré los ojos un instante, sentí el calor del basurero ardiente y el bourbon y mire de nuevo al riachuelo, después volteé y vi la calle, ya no era una calle vacía, era una calle. En eso lo sentí,
¡¡BANG!!
Sentí un escalofrío recorrer mi espina dorsal, de aquellos que se sienten cuando ha muerto alguien que sabe que nunca morirá, tras el zumbido todo se convirtió en silencio; el cagadero, la calle, el basurero, las compras de la librería, el licor y la cajetilla de Marlboros.
El gato dentro de la caja estaba muerto y todo el infinito se redujo a un apabullante ruido que nadie escuchaba; el mundo queda detrás cuando los horizontes han encontrado en tu voluntad su propio silencio.
Volteé y lo vi, era silencio y humo; humo de pólvora, humo de basurero. Del impacto su cuerpo había caído del sofá y yacía en el piso, la sangre corría al riachuelo.
El mundo era adelante un espacio por interpretar, un mar por surcar ahora que los horizontes habían dejado atrás su propio corazón.
Registré el cadáver en busca de monedas y cigarrillos, tomé a Jack Daniels, a Leonard Cohen, a Superman, a Radiohead y al japonés ese que no toca en ninguna banda, dejé al gato de Schröedinger muerto, encendí un cigarrillo y me fui. Miré frente a mi al vacío, como alguien que aunque muera sabrá que nunca morirá.
No hay escalofrío, sólo el cadáver de un hombre sin rostro y el cinismo de un rostro sin nombre.