Camino

Camino

Habían trascurrido cinco días de camino. Tranquilino Aguilar y Rosa Gallo desconocían cuánto tiempo les hacía falta para llegar a la Macarena, un pequeño municipio ubicado en los límites del Meta. Hace cinco días arrejuntaron algunas cosas, las suficientes para que en algún momento tuvieran con qué demostrar su paso por aquel lugar que habían habitado toda la vida y que creían, era su eterno hogar.  A Rosa Gallo le conmovía pensar cómo cincuenta años se le resumían en un puñado de vainas echadas sobre el lomo de una burra vieja con patas temblorosas. Arrancaron con la ilusión de un murmullo que había traído el viento de las montañas, un voz a voz que dijo, que por allá, en ese refugio, la tierra era un poco menos arrasadora y la gente, que podía ser de cualquier parte del país, era un tanto más dinámica, más alegre, más brillante. A Tranquilino Aguilar le preocupaba que, hace años, a Rosa Gallo se le borró la sonrisa, él sabía que cualquier cosa que pudiese causarle algún movimiento en los buenos afectos, lo demostraba tensionando la barbilla y apretando los labios. Eso la hizo envejecer mucho más rápido que los otros treinta años que habían compartido juntos.  Aquel camino que habían emprendido hace cinco días parecía una noción de retorno, de volver a la juventud lejos de casa, por eso Tranquilino se cargó más que un puñado de vainas que resumían su vida, se cargó otras ilusiones, como la de ver sonreír de nuevo a Rosa Gallo.

Caminaban con los pies descalzos porque nunca se habían acostumbrado a no sentir la tierra entre los dedos. El trabajo les había formado ya una suerte de suela natural que parecía aguantarlo todo. No conocían otra forma de distinguir la tierra fértil más que midiendo la humedad con el tacto. Pero la tierra de aquel camino era cada vez más seca, podía ser que el peso de las vagas ilusiones de Tranquilino le hubiera formado unos callos dolorosos que le alteraban la percepción de sus sentidos y le generaba la preocupación de que allá, en el fin del mundo, para donde iban, no pudiese sembrar nada de lo que conocía, aquello que había aprendido a sembrar desde que era un pelado de la mano de su padre, con esa idea de pertenencia que escala los estantes generacionales.

Pero ni los callos de Tranquilino eran comparables con las postillas que se formaron en el alma a Rosa Gallo cuando le mataron a su hijo Alfonso Aguilar. Los huesos de Alfonsito eran el único bien que le parecía importante en esta vida a Rosa Gallo, pues ese viaje lo empezó con un costal de huesos echado al hombro: lo había desenterrado antes de partir porque temía que en algún momento llegaran los pájaros a profanarle la tumba.  Era mejor cargar un muerto para palabrear en el monte, que abandonar un hijo en cualquier parte de este platanal.

Fue la noche de domingo previa a su partida, cuando vio a Tranquilino amarrando todas las cosas con nudos sobre nudos temiendo que se escaparan, cuando Rosa Gallo cogió el azadón y caminó entre los arboles de mango del patio de su casa, hasta llegar a la tumba improvisada de su hijo. Cavó la tierra con la ilusión oculta de volverlo a ver tal y como lo recordaba, como si por alguna gracia del destino los gusanos de la tierra se hubieran olvidado de devorar la carne. Tranquilino Aguilar sabía muy bien que ese tipo de gracias no se dejaban al azar, que la sobrevivencia de los otros, de esos animales, dependía de su capacidad de devorar lo más pronto que pudiesen las carnes del difunto, pero no fue capaz de aplastar las ilusiones de Rosa antes de tiempo.

Rosa Gallo solo había sentido dos veces en su vida el alma retorciéndose dentro del cuerpo: el día en que vio como mataron a Alfonso Aguilar frente a un pelotón de hombres arrechos y la noche en que lo desenterró y se encontró solo con sus huesos.

A Rosa Gallo y a Tranquilino Aguilar les dijeron que le habían matado a su hijo por comunista, en todo el pueblo el ejército mataba a campesinos porque sí y porque no, mejor dicho, porque alguien los llamaba comunistas. Tranquilino Aguilar, un hombre quizá poco ilustrado en las ideologías sociales y políticas, había entendido muy bien que el comunismo tomaba la forma de la cantidad de hectáreas que se tuvieran para cosechar y que eso era proporcional al valor de la vida y que esta podía valer menos que las de las reses.

Esa decisión de echar hacia monte no fue al azar, cuando el mundo vuelve a los tiempos de guerra, el aire trae una suerte de pesadez arrasadora; los muertos quedan en todos lados y llegan los pájaros a sacarles los ojos antes de enterrarlos. Esa decisión fue colectiva, solo que otros, como Tranquilino Aguilar y Rosa Gallo, aun aguardaban la fe de creer que los designios de Dios no podían ser tan macabros.

Aquellos huesos que a su espalda cargaba Rosa Gallo, chocaban entre sí a cada paso, y el sonido que provocaban daba un eco entre las montañas que se confundía con tiros de gracia. A Tranquilino Aguilar le tomó tiempo acostumbrarse a ese sonido, le recordaba el hecho de que la violencia podía llegar hasta el fin del mundo y entonces prefería apretar el paso. Arreaba la mula hasta que dejaba de escuchar ese sonido y después de zafarse de la desesperación caía en cuenta que con ella había dejado a Rosa Gallo valerse por sí misma entre los matorrales. Nada le podía generar tanto abatimiento como verse llegar solo al refugio, sin nada que demostrara su esperanza por reconstruir los años pasados y cuya ilusión solo tomaba forma con la sonrisa no envejecida de Rosa Gallo.

Se devolvía con calma, afrontando el temor de sus propias desgracias, enmudeciendo el miedo con la fuerza de aquel amor veterano, hasta que llegaba y veía a Rosa Gallo sentada en algún lado, sofocándose en su propio sudor, palabreando con Alfonso Aguilar. Era ahí cuando comprendía que la gracia de ese arrebato materno consistía en un intento por no perder la memoria, por darle forma a aquella infancia no trajinada, a los años lúcidos previos a que empezaran las guerras civiles. Tranquilino Aguilar se le sentaba al pie hasta que la noche caía y un olor a tierra húmeda se acomodaba entre los pulmones y era, en esas noches, cuando Rosa Gallo volvía, con su memoria intacta, a la tranquilidad de casa. Cuando se rehuía al ver un gusano salir de la carne de las papas, retorciendo los anillos blancos que componían ese minúsculo cuerpo y que al fin del día lanzaba a las gallinas, para ver como el pico de estas desbarataban esos anillos blancos, sin darles tiempo de revolcarse en los lamentos de haber invadido un lugar que no fuera la tierra. Entonces la calma se le volvía a ajustar en los huesos para ver cómo el sol se escondía tras los palos de mango.

Entre recuerdo y recuerdo devenía la tarde en que se le fueron las ganas de sonreír, pues cuando empezó a lanzar con furor los gusanos, las gallinas ya no se alborotaban para despedazarlos, daban vueltas con sus patas buscando algo que no encontraban. Las gallinas se habían quedado ciegas y ese fue el presagio del inicio de la vejez de Rosa Gallo, que trajo varias desazones, entre ellas el temor de que, como sus congéneres, terminaría resignada a un estante quieto, donde no llegan los hijos ni los nietos, a buscar la antigua belleza que tiene una sonrisa.

El camino empezaba de nuevo, al amanecer, un poco más desalentador y con leve ardor en aquellas postillas.

Para Tranquilino Aguilar, la mañana empezaba con la tarea de poner en pie a un animal de patas chuecas que parecía cargar el doble del peso de aquel puñado de vainas que habían echado. Como si el único saco de semillas que logró traer correspondiera a no menos que a todos los otros muertos que se habían quedado sin nombre. Como si Alfonso Aguilar, desde el más allá, hubiese montado toda una caravana de sus masacrados antecesores sobre el lomo de una burra vieja llamada La Niña, que iba camino a un refugio que queda al fin el mundo, junto a un matrimonio que parecía ser el guía a todas esas desgracias que quedan después de la muerte de los hijos. A Tranquilino Aguilar le tomaba cerca de quince minutos levantarla y otros quince amarrar todas las cosas con nudo sobre nudo, para que ninguna cosa, incluso los muertos, se le escaparan. Aquellos pequeños detalles representaban en él la leve fractura de sus recuerdos, porque a diferencia  de Rosa Gallo, Tranquilino no siempre podía rememorar los lugares donde se sintió a gusto con la vida, ni la infancia no trajinada, ni los tiempos previos a las guerras civiles. El leve extrañamiento con aquellos hechos convirtió los anhelos propios de rejuvenecer en una herencia al linaje que cargaba encima La Niña. Eso le generó preocupación de olvidar porque huían o porque esos cincuenta años de vida arrejuntada conmovían a Rosa Gallo, le preocupaba no saber qué historia contar a sus predecesores cuando llegara al refugio, sobre todo si a Rosa Gallo le daba por volver a enterrar a su hijo, a retomar su juventud donde solo el cuerpo propio puede deshacerse de los achaques, de volver a casa. A Tranquilino Aguilar le preocupa llegar desmemoriado.

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sobre el autor

Ataly Rosse

Ataly Rosse. Bogotá, Colombia. 1998. Estudiante de Creación Literaria de la Universidad Central, Publicó su primer libro titulado Preludio en el 2017. Ha sido merecedora de otros reconocimientos de diversos programas culturales y otras publicaciones compartidas. En su camino de formación ha buscado generar una necesidad de creación frente a sus afines generacionales y ampliar su público lector a cualquier persona que sienta un interés en retratar y reconocer la aparente sencillez de la vida.

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